31 mar 2012

Santoral (Beato Amadeo de Saboya)

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EL BEATO AMADEO DE SABOYA

Nos ha conmovido, nos ha impresionado dulcemente el relato de los hechos que forman la vida de este bienaventurado.

La figura del tercer duque de Saboya aparece rodeada de una aureola de suavísima claridad.

el beato Amadeo no es, a la verdad, como San Pedro Alcántara, que casi llega a aterrarnos por sus asombrosas penitencias. Ni como los Gregorio, Ambrosio y Agustín, que parecen aplastarnos con el peso abrumador de sus ciclópeas inteligencias.

amadeo de Saboya tiene esa dulzura, es eencanto, esa irresistible simpatía de los Francisco de Sales, Juan de Dios o vicente de Paúl. Cierto que no fue como ellos; que no estuvo ligado por ningún voto de obediencia, de pobreza, de castidad; que no vistió los hábitos sacerdotales; que no fundó instituciones monásticas y benéficas; pero, innegablemente, su corazón era digno hermano de aquellos tres grandes corazones que, como surtidores de dulzura inextinguible cayeron sobre las almas, esponjándolas para que en ellas floreciese la planta de la virtud.

el nombre de una gran figura de la historia profana o religiosa, suscitó muchas veces en nosotros el recuerdo de algún bello espectáculo de la Naturaleza. San Jerónimo, en sus Cartas, terriblemente sublimes, nos evoca el magnífico culebrear del rayo que incendia y carboniza... ¡Y es que el solitario de Belén pulverizaba, con los ardientes rayos de sus apóstrofes viriles, el carcomido tronco de una sociedad decadente!

San Agustín, en su Ciudad de Dios, nos recuerda la imponente inmensidad del Océano. ¡Y es que en la mente del gran doctor de Hipona, venían unas tras otras, empenachadas de espumas, gigantes y absorbentes, las ondas clamorosas de su soberana inteligencia!...

Santo Tomás de Aquino, argumentando en su admirable Summa, suscita en nuestro entendimiento la radiosa imagen del sol en mitad de su carrera. ¡Y es que el Doctor Angélico, se eleva majestuoso y sereno por los espacios de la razón sublime, iluminando todos los ámbitos de la tierra con su poderosa luz!...

En cambio, leyendo a San Francisco de Sales, se nos representa, no el rayo, no el mar, no el sol, sino algo que no siendo tan hermoso y tan sublime, es más bello, más poético y delicado: nos acordamos, por ejemplo, de una rosa balanceada por un dulce viento; de una linda mariposilla indagando el interior de algún florido cáliz; de un residuo luminoso deslizándose a través de tupida blonda... Cada uno de los párrafos que destiló la pluma del obispo ginebrino, es algo así como un tronco jazminero que agitó nuestra mano  al pasar; las blancas florecillas, aquellos consejos, aquellas máximas, aquellas frases del gran obispo, cayeron sobre nosotros perfumándonos el alma...

Y cuando San Juan de Dios, en sus correrías nocturnas por las callejas de Granada, y San vicente de Paúl por las plazas de París, recogen los niños abandonados, los enfermos paralíticos, los leprosos, los dementes, todos los desgraciados, todas las ruinas humanas despreciadas por la egoísta sociedad, nosotros nos acordamos de eoss dulces rayos de luna que en la callada noche prodigan una casta caricia luminosa a los derruídos muros de los castillos, a los claustros desmantelados de las abadías ruinosas, a las tumbas de los cementerios... entre fulgores de luna y entre las hojas caídas de un albo jazmín, asoma también el Beato Amadeo de Saboya. Porque este bienaventurado reunió a la caridad de Juan de Dios, la delicadeza y profundidad de pensamiento que caracterizan el genio ilustre de Francisco de Sales.

La dulcedumbre del lago de Ginebra, al pie de cuyas colinas se alza el pueblecillo de Thonón, cuna del Beato Amadeo, comunicó a este su poesía; y las cimas nevadas del San Bernardo y del Mont-Blanc, coronando todos aquellos paisajes, infundieron en el alma de Amadeo afectos de predilección a todo lo cándido y puro...

Todas las fases por que atravesó la vida de Amadeo, aparecen contorneadas, irisadas de candor y de pureza. Niño, se le ve con frecuencia, aun en medio de sus paseos, hincarse de rodillas, elevar sus manos y sus ojos al cielo, dirigir a Dios fervientes plegarias, embalsamar con el perfume de su piedad todos sus entretenimientos, todos sus actos. Joven, se aparta del fastuoso brillo de su corte, prefiriendo la inocente conversación de los pastores de sus valles a los placeres y diversiones de los príncipes. Casado con Yolanda, siembra en el corazón de su esposa y en el de los hijos, con que plugo a Dios bendecir su matrimonio, los nobles afectos, las aspiraciones santas que hacen del hogar doméstico un bello trasunto del Paraíso...

todo lo reunía este bienaventurado: real abolengo -era hijo de Luis I y Ana de Chipre-, y cuantiosos bienes de fortuna. Por muerte del duque Luis, su padre, le pertenecía la Saboya y el Piamonte. Era, al decir de sus biógrafos contemporáneos, de marcial apostura, de ingenio vivo, de inteligencia preclara, de corazón leal y generoso. Todo lo tenía, menos lo que después de las virtudes es más estimable: la salud. Dios le afligió con frecuentes ataques epilépticos. Pero esta enfermedad, mal a los ojos del vulgo, fue para amadeo un bien incalculable, porque ejercitó admirablemente su paciencia, aumentando con su perfecta conformidad cristiana el gran tesoro de sus virtudes.

Esta dolorosa y pertinaz dolencia suministrábale frases felices que evidenciaban el hermoso fondo de su corazón. "Nada más útil para los grandes -decía- que las dolencias habituales, pues les sirven de freno para reprimir la vivacidad de las pasiones".

"Las aflicciones personales -añadía- templan las dulzuras de la vida con una amargura saludable, y nos hacen gustar de Dios, acecándonos a él. Nada más dulce ni más bueno que sufrir por Dios; las adversidades de la vida son arras de la vida del cielo."

Así se expresaba este Bienaventurado Príncipe en lo más recio de sus dolores corporales.

Y ¿Qué decir de su vida pública, de su gobierno, de aquella sabia y religiosa dirección en los destinos de su país? Con razón se da a la época de su reinado el nombre de siglo de oro de Saboya. No hubo príncipe más amado ni que más mereciese el cariño de sus súbditos. Su máxima era que Dios debía ser siempre servido el primero y que el espíritu de la religión debía ser siempre la regla de la política. ¡Ah, si todos los príncipes y gobernantes se inspiraran en los preceptos de Dios para gobernar los pueblos!... ¡Cómo, entonces, en cada nación sonarían las horas felices de una perpetua edad de oro!... Imperaría la justicia, florecería el derecho, se extirparía el vicio; y la sociedad toda, siguiendo por los rectos cauces de la religión y la moral, llegaría al culmen de su engrandecimiento.

No lo comprenden así muchos de los grandes estadistas actuales, y, divorciados del espíritu religioso, quieren labrar, a espaldas suyas, la felicidad del país, sin comprender que así sólo contribuyen a su perdición y ruina.

Después de Dios, la gran preocupación de Amadeo de Saboya constituíanla los pobres.  El término de todos sus pensamientos y afectos y también la causa habitual de sus penas y tristezas eran ellos, los desvalidos, los enfermos, los menesterosos. "Me conduelo tanto de los pobres -decía-, que al verlos no puedo contener mis lágrimas. Si no amase a los poibres me parecería que no amaba a Dios".

(CONTINUARÁ)

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