Historia y reflexión en esta nota del Dr. Ossandón Valdés. Un recuerdo del P. Henry, de los Padres del Espíritu Santo, congregación misionera de importantísima actuación en África. La aparición del alma condenada de un hechicero muerto en sus supersticiones que regresa a referir el infierno. Y reflexiones sobre distintos actos realizados desde la más alta instancia eclesiástica que, en aras del “diálogo interreligioso”, han producido tremenda confusión en los fieles, en los misioneros y también en los paganos por cuyo bien espiritual se sacrificaron tantos miles de sacerdotes y religiosos.
P. Henry Trilles C.S.SP.
El P. Henry, 1866-1949, de la misma congeración de Mons. Lefevbre, fue misionero en Gabón de 1893 a 1907. Publicó en “Les Missions Catholiques” el terrorífico relato que vamos a leer y que fue confirmado por numerosos testigos. Este artículo fue escrito en 1918 y , recientemente, en “Le Sel de la Terre”, Nº 62, revista de los dominicos tradicionalistas de Avrillé, Francia.
Leamos atentamente el testimonio del P. Henry.
En la aldea de Alèn, a orillas del río Mpiri, que, a la altura del ecuador, corre perezosamente a través de la gran selva africana, vivía, hace algunos años, un anciano jefe llamado Olane. Había sido un ilustre guerrero, famoso por su valor feroz y su gran astucia; había conducido a su pueblo a través de muchos peligros, desde los grandes pantanos hasta las orillas del Ogowé. En las tribus que había atravesado, las mujeres y los niños pronunciaban su nombre con terror. Mujeres y niños, decimos. En efecto, únicamente sobrevivieron las mujeres y los niños. Todos los hombres habían perecido, sea en los combates, sea en el cautiverio. Uno a uno, por obra del canibalismo, habían sido víctima de los dientes del jefe y de sus principales guerreros en sus espantosos festines. Por carecer de las honras fúnebres que jamás tendrían, se escuchaba a sus almas errantes gemir quejosas, por las noches, especialmente las más oscuras, condenadas a largos tormentos, pues así lo enseña la teología de los negros.
Cuando le conocí, Olane era un anciano jefe, sus cabellos y barba eran completamente blancos.
Al entrar en contacto con los europeos y, sobre todo, con los misioneros, su antigua ferocidad había ido, poco a poco, desapareciendo. Cuando íbamos a su aldea a hacer el catecismo - y esto se hacía casi todos los días, porque tan solo dos horas en piragua separaban la aldea de la misión - nos acogía cordialmente. Cuando, después de la instrucción, manteníamos con él una corta conversación, apenas un relámpago de pesar, a veces, brillaba en su mirada con ocasión del recuerdo de sus proezas de antaño.
Poco a poco todos los niños se habían integrado a nuestra instrucción, y, entre los hombres, cuando juzgaban no tener nada mejor que hacer, muchos venían también a escucharnos. Entre ellos, Olane.
Con gusto se habría bautizado, porque, a su edad, ya no cuentan los placeres ni las glorias de la tierra. Lo habría hecho de buen grado si no hubiese un obstáculo: su hermano Etare, hechicero furibundo .
Etare había visto, con irritación creciente, que su crédito de brujo disminuía a medida que nosotros progresábamos. En numerosas ocasiones su malquerencia se había manifestado abiertamente. Sin un juicio temerario demasiado grosero, era fácil atribuirle el robo de tres de nuestras piraguas, un amago de incendio y muchas tentativas de envenenamiento en la misión... Bastaba con verlo para considerarlo un bribón y no nos equivocaríamos en nada.
Olane lo había comprometido a venir a escucharnos. Había cumplido, pero para mejor burlarse, en las asambleas fetichistas, de nuestras creencias y ritos. En particular, el infierno y el papel de los demonios eran el objeto de sus burlas sarcásticas.
Por desgracia, tan grande era su imperio sobre su hermano, que el pobre Olane, aterrorizado, no podía decidirse a hacerse cristiano. Dejaba su conversión para más tarde, para mucho más tarde...
Ahora bien, cierto día, una furiosa tempestad nos había impedido ir a la aldea. El sueño tardaba en venir, después de los calores enervantes. Gozando de las delicias del fresco de la noche, estábamos en la galería de la misión cuando, de pronto, escuchamos alaridos, lamentaciones fúnebres, que provenían del sendero que conducía a nuestras habitaciones. Brillaron antorchas y pronto apareció un grupo con Olane a la cabeza.
¡“Padre!, ¡oh padre!, gritaban todos al mismo tiempo, ¡padre, qué gran desgracia! ¡Etare ha muerto y lo hemos vuelto a ver!”...
“¿Cómo? Exclamé, completamente sorprendido, ¿Etare ha muerto y ustedes lo han vuelto a ver?”
“Sí, padre, él ha vuelto a decirnos: “Miren lo que soy ahora” y ardía por todas partes; puso su mano en la puerta y la puerta se quemó... Padre, no queremos ir donde él está. Bautícenos de inmediato”.
“Bautizarlos de inmediato es ir demasiado a prisa. No comprendo muy bien. Siéntense en la tierra y no hablen todos a la vez. Tú, Olane, habla. ¿Qué sucedió?”
Y Olane comenzó:
“Mire, padre, esta mañana, mi hermano Etare salió a pescar. Tú has visto la tormenta de hoy. Azotada por el viento, una ola hizo zozobrar su piragua. Desde la aldea lo hemos visto caer, pero nos era imposible ir en su ayuda. El viento y la lluvia eran demasiado violentos (los que no han estado en las regiones ecuatoriales no se imaginan la espantosa violencia de las tormentas que allí se desatan). No sabíamos, pues, lo que había sido de él. Yo me había retirado a mi choza con éste y éste, y señalaba a dos indígenas, los que movieron la cabeza afirmativamente. Hablábamos de Etare, cuando, de pronto, lo hemos visto junto a la puerta...”
“¿Ustedes lo han visto?”
“¡Lo hemos visto como te veo! De pié, cerca de la puerta. Estaba tan rojo como una braza de carbón que se retira del fuego...”
“¿Les ha hablado?”
“¡Sí! “Miren como soy ahora, nos dijo, espero que venga pronto a unirse conmigo...” Se adelantó y me tocó el pecho con su dedo. Mírame, donde hay un agujero negro... (En efecto, en el pecho de Olane se veía una marca redonda, huella de una quemadura profunda). Yo me eché para atrás, dando un grito de terror. Él desapareció, pero, en la puerta, junto a la perilla, tal como sobre mi pecho, tú podrás ver la huella de sus dedos”.
Y los otros confirmaron el relato con gestos y palabras: “lo hemos visto” afirmaron simplemente.
Olane continuó:
“No queremos, por supuesto, ir a unirnos con él. Nos hemos apresurado en venir a encontrarte. Caminábamos de prisa para llegar aquí, cuando, en la orilla del río... ¿Sabes qué encontramos?... ¡El cadáver de Etare! Estaba completamente frío, helado. Las olas lo había depositado sobre la orilla. Las mujeres se lo llevaron y nosotros estamos aquí”.
A la mañana siguiente, con Olane y sus compañeros, tranquilizados y definitivamente convertidos, tomé el camino de la aldea. Pude comprobar por mí mismo las marcas ennegrecidas del paso de un réprobo.
Pero cuando llegamos, un gran fuego crepitaba al límite de la aldea, cerca del bosquecillo sagrado, consagrado a los ídolos. Los restos de la choza de Olane habían proporcionado los materiales. En conformidad con las tradiciones indígenas, habían querido hacer desaparecer todo lo que existía en el lugar donde un muerto se había aparecido.
Un gran fuego ardía... y en él, un cuerpo humana terminaba de consumirse. ¡Era Etare! ¡Era el brujo! Así no podría venir nuevamente a atormentar a los vivos.
Y mientras estábamos ante la hoguera fúnebre, una cabeza deformada se separó y rodó a nuestros pies, las mandíbulas entreabiertas en un rictus infernal...
Jamás se borró la marca cavada por el índice del condenado en el pecho de Olane. Pero él, mucho antes de morir, pidió el bautismo y toda la aldea, de la que era el jefe, es ahora cristiana.
***
Este terrible testimonio nos muestra lo que nos espera si nos oponemos al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. El cumplir bien su religión, no salva a nadie, salvo ignorancia invencible, la que debiera desaparecer al entrar en contacto con la religión creada por el Redentor. A lo que se opuso Etare.
Temblamos al pensar en la suerte de quien ha desconocido esta verdad y se ha dedicada a ensalzar a las falsas religiones hasta aceptar sus ritos idolátricos. Pensamos en Su Santidad Juan Pablo II.
En Togo, país vecino de Gabón, no dudó en reunirse con los hechiceros del lugar y participar en su rito idolátrico. En esa localidad hay un lago “sagrado” donde se realiza una ceremonia muy especial. Cuando Su Santidad visitó ese país, no dudó un instante en participar en el rito del agua. No sólo participó en él, sino que, gentilmente, los brujos le cedieron el honor de realizar la parte principal del mismo: solemnemente, esparció agua sacada del lago a los cuatro puntos cardinales.
En otra ocasión, en India, recibió sobre su frente ceniza sagrada. (NOTA DE BENITO:LA MARCA DE SHIVA) Es el rito que lo adscribía al culto de no sé qué divinidad, dentro del innumerable y horrible panteón indio. Esa ceniza se fabrica con estiércol de cerdo... Recuerdo haber leído un artículo de un misionero en India, ya acogido a retiro. En él repudiaba la acción realizada por el Sumo Pontífice porque, nos aseguraba, lo más difícil era hacer comprender a los politeístas la necesidad de aceptar un Dios único. Pero era aún más difícil hacerlos comprender que hay una sola religión agradable a Dios, mientras todas las demás son usadas por Satanás para oponerse a ella. Con su gesto, el Papa había dejado a los misioneros desprovistos de argumentos contra la idolatría.
En Temuco, Chile, aceptó que, en su honor, los araucanos resucitaran una ceremonia ancestral: la adoración del canelo, su árbol sagrado.
En ciudad de México, en el interior del templo de N. Sra. de Guadalupe, autorizó ritos aztecas. Llegó al exceso de dejarse “purificar” por una hechicera supuestamente azteca. Esta “ceremonia” es un rito idolátrico que aún se realiza en México. Por ello, los misioneros son advertidos de su carácter. Es más, se les aconseja que, al confesar a los penitentes, les pregunten si han sido “purificados”. Someterse a tal rito es un pecado grave contra el primer mandamiento de la ley de Dios. ¿Qué dirán ahora?
¿Cómo es posible que tan querido pontífice haya caído en tales excesos? La respuesta la encontramos en su primera encíclica: “Redemptor Hominis”. En ella leemos que el Verbo Eterno asumió la naturaleza humana. Por ello se unió a todos los hombres. Esta idea aparece en muchas otras encíclicas y documentos del Vaticano. Por ello, por ejemplo, se declara que la dignidad humana es infinita. De tal modo que, según tan peregrina teología, cuando un hombre reza, es el Verbo divino quien reza al Padre Eterno, no importa a quien se dirija el hombre…
Santo Tomás de Aquino examina la idea y la declara contraria a la Revelación: hace imposible la religión cristiana .
Hemos, pues, de rezar mucho por el eterno descanso de su alma.
Cfr. Suma de Teología. 3ª parte. Cuestión tercera, artículos 4 y 5.
He visto su link en blogscatolicos y aqui estoy para ver esta maravilla de blog,Felicidades.
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