27 abr 2012

Santoral (San Pedro Armengol)

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SAN PEDRO ARMENGOL

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Corre el año 1258. La noble casa de Armengol, que se ilustra con las ascendencias de las casas reales de Francia, Castilla y Aragón, y con los condados de Urgel, Barcelona y Flandes, se ha prolongado en un vástago nuevo, en Pedro, hijo de Arnaldo Armengol, pundonoroso caballero, modelo de valor y religiosidad.

Guardia de los Prados, villa del arzobispado de Tarragona, se engalana con sus mejores atavíos: la señorial mansión de los Armengols tócase en los balaustres de sus severos balcones con aterciopelados reposteros donde luce bordado en oro el familiar escudo; arcos de ramaje construidos por sencillos aldeanos que así quieren asociarse a la alegría de los poderosos señores de Armengol, decoran las entradas del camino por donde en briosos corceles se aproxima lucido cortejo de invitados. A la lumbre del sol chispean los bruñidos arneses, y las colas de los briosos caballos agitados por el viento, semejan recios cordones de luces enredadas.

El címbalo de la humilde iglesia parroquial tañe en grato son de solemnidad festiva, y más de una dulzaina rústica tocadas por campesinos ingenuos, dilatan por el espacio, con sus dulces notas la sana alegría en que rebosa la Guardia de los Prados.

¿Por qué este general regocijo? ¿Por qué la dulce satisfacción que en todos los semblantes se observa?

¡El hijo de don Arnaldo de Armengol, el nuevo vástago de la casa Armengol, va a recibir las aguas del Bautismo!... Por eso el brocatel se exhibe en los trajes de las damas, y el oro pulido en las armas de los caballeros, y la zamarra limpia en los hombros del villano, y la gargantilla acoralada sobre el blanco justillo de la aldeana moza, y la campana replica alegremente, y la dulzaina se deshace en ternuras, y los viejos servidores de la casa solariega, van por los grupos de los humildes hijos del pueblo repartiendo golosinas y abundantes limosnas… ¡Todo por don Pedro de Armengol, el florón nuevo de la casa ilustre!... Vedle allí, sobre la pila bautismal!, sostenido por su padrino, uno de los más nobles señores de la corte de Aragón: las vestiduras bautismales, que el oro recamó, fulgen como una constelación de astros, bajo el influjo de los copiosos cirios; el agua santa cae desde argentífera caparazón que vacía el sacerdote, sobre la cabeza del recién nacido, y al caer cada gota semeja el polvo de una perla fragmentada… Bañó el agua regeneradora la testa del noble primogénito y entonces se escuchó una voz del venerable padre mercedario Fray Bernardo Corbaria, que decía solemnemente: “A este niño un patíbulo ha de hacerle santo”.

La extraña profecía corrió de boca en boca, y al día siguiente, todos los habitantes de Guardia de los Prados, repetían como un eco del fraile de la Merced: “A Pedro de Armengol un patíbulo había de hacerle santo…”

Transcurrieron los años. La noble señora de Armengol murió cuando apenas su hijo Pedro había cumplido los nueve. Arnaldo, requerido por su rey, se hallaba empeñado en guerreras lizas. La educación de Pedro fue confiada a un anciano y probo mayordomo de la casa que, marchando por los mismos senderos dibujados en el alma del niño por aquella virtuosísima señora que le dio al mundo, procuró infiltrar en Pedro los rectos principios de la moral cristiana.

Mas, ¡ay!, que todo cuidado es poco cuando se trata de velar por la juventud inexperta. Plántense gérmenes de virtud en el alma de un joven, y olvídese de procurarle buenas compañías, y entonces todo aquel interés desplegado en su obsequio, resultará inútil. La impresión de los buenos ejemplos familiares, se borrará pronto con el roce constante de aquellos amigos que sólo tienen por norma de su conducta la corrupción y el escándalo. Esto aconteció con el ilustre vástago de Arnaldo Armengol. Pedro, por condescendencia de su ayo, de quien poco a poco fue mimosamente ganándose la voluntad, frecuentó peligrosas amistades, que tornárosle en el joven voluble, caprichoso e inquieto, pronto a olvidarse de las obligaciones más santas con tal de conseguir sus inmoderados deseos.

Advirtió su preceptor el cambio que inadvertidamente, por sus permisiones, se había operado en el alma de su discípulo. Quiso remediarlo, oponiéndose a aquellas entrevistas amistosas, origen de la naciente perversión. Pero ya era tarde; el fuego de las pasiones había subido, y la ciudad de las virtudes, era presa de violentas llamas. Pedro Armengol, olvidado de su prosapia ilustre, hacía traición al honor de sus antepasados, y enfangaba su linajudo apellido con alardes de crápula y desorden.

Todo el pueblo hallábase escandalizado con el proceder indigno de aquel mancebo por cuyas venas corría sangre de ilustres príncipes, y la noticia de tanto exceso y tropelías llegó a oídos de su padre, el virtuoso caballero D. Arnaldo de Armengol, quien procuró entrevistarse inmediatamente con Pedro, a fin de interponer con él su autoridad y su cariño, atrayéndole a la buena senda, de la que tanto se había apartado.

-  “¿Qué desórdenes son los de vuestra vida, infeliz Pedro? –exclamó Arnaldo apenas le vio. -¿Podré llamaros mi hijo? ¿Pensáis que el nacer noble es privilegio de vivir mal? La nobleza es regla de vivir bien, y quien nace como vos, nace con muchas obligaciones y ha menester de cumplirlas. El valor se muestra en los combates, peleando por Dios y por la Patria, no en la zahúrda disputando por groseras causas con inmundos compañeros. Si sois valiente, servid al rey en la guerra, y no le inquietéis sus vasallos en la paz. ¡Ah!, ya comprendo aquella sentencia del venerable Fray Bernardo Corbaria: “A este niño un patíbulo había de hacerle santo”. Lo de patíbulo, es fácil; vuestra santidad…, ¡ay!, vuestra santidad, lo dificulto. ¡Ojalá me equivoque! ¡Ojalá tenga de mí piedad el cielo, moviéndoos el corazón a sincero arrepentimiento!...” Y de los ojos del atribulado padre se desprendieron abundantes lágrimas, que velaron las voces de su lastimera reconvención.

Fueron inútiles aquellas palabras dictadas por la caridad más honda, por la caridad de un padre que veía, con los ojos empañados de lágrimas, el camino de perdición que seguía su hijo.

Abyssus abyssum invocat: un abismo llama a otro abismo: Pedro, olvidados ya todo decoro y todo humano sentimiento, no queriendo sufrir por más tiempo las reconvenciones paternales, huyó, en unión de otros amigos tan perversos como él, de su pueblo natal, y haciéndose jefe de ellos, organizó una partida de bandoleros que pronto sembró el terror en toda la comarca de Cataluña.

Allá iban, robando, incendiando, cometiendo todo género de tropelías. Desprovistos de recursos, por satisfacer sus vicios y necesidades, no retrocedían ante nada ni ante nadie, y los ruegos de la madre y de la esposa, y el llanto de los hijos, que asustábanse al contemplar las siniestras cataduras de los bandidos, no les impedían seguir adelante en sus criminales empresas. Un odio feroz a la humanidad guiaba sus pasos, y a su contacto, la tierra catalana transpiraba sangre…

El pernicioso ejemplo de Pedro Armengol y sus compañeros, fue seguido por otros, y en breve la provincia de Tarragona sintió el azote de varias partidas de forajidos.

Era preciso dar una violenta batida a tan crecido número de malhechores. Además, el rey D. Jaime tenía que pasar de Valencia a Montpellier y había forzosamente que limpiar los caminos de bandoleros.

Y… ¡misteriosos, pero siempre sabios designios de la Providencia! Arnaldo Armengol, el padre del principal malhechor de cuantos merodeaban por aquellos terrenos, fue encargado por su experiencia militar, de salir con fuerzas de a pie y caballería en persecución de los bandidos.

Era un día en que el sol lanzaba sobre la tierra sus más brillantes rayos. El dorado polvo solar fijándose sobre las rocas, iba rellenando sus huecos con haces de lumbre. Un velo de oro luminoso parecía flotar en el ambiente, y sus puntas, cayendo encima de las hojosas ramas de los árboles, daban un tinte rubiáceo a los verdores floridos.

A través de largos y profundos desfiladeros, atajando los caminos vecinales y las carreteras por cuestas, riachuelos y trochas, marchaba al frente de sus compañías de soldados, el valeroso caballero don Arnaldo de Armengol.

El pesar nubla su frente, y su corazón se agita a impulsos de contrarios sentimientos. El amor paternal y el deber de su cargo, batallan en su espíritu; y la vergüenza, el oprobio de aquel hijo desventurado, que tan negro borrón ha echado sobre una casa que fue siempre el prototipo del honor y la hidalguía, afluye a su rostro, taladrándolo con esos puntos de rojez inconfundible…

Abrumado, inclina el noble caballero de vez en cuando su frente, y temiendo el encuentro de aquel hijo ingrato, sobre cuya cabeza la real justicia iba a descargar su golpe, afloja a veces las riendas de un corcel que, aligerado del freno, baja la cerviz gallarda, poniéndose a mirar plácidamente los verdes rastrojos que bordan de trecho en trecho el accidentado camino. Pero pronto el capitán se rehace, yergue sobre la silla el contraído busto, levanta altiva la cabeza, fulguran sus ojos con la lumbre de una cólera justa, y, picando espuelas al caballo, exclama lleno de noble altivez: -“No, mi deber ante todo… Ese hijo, ya no es hijo mío;  es un salteador de caminos, es un homicida, ¡es un ladrón!...” Y las venas de su faz señoril, se hinchan, y el color rojo de la vergüenza aumenta la intensidad de su característica coloración…

Varias horas llevaban ya los soldados de caminar, cuando uno de los vigías destacados por Arnaldo en las avanzadas del terreno, se dirigió presto a su jefe, diciéndole: -“Señor, parece que una partida de bandidos, se acoge ahí, en el valle que forman estas dos montañas.”

Arnaldo Armengol, dio órdenes de avanzar cautelosamente por una vereda que se perdía entre el bosque.

Efectivamente, allá abajo, vivaqueaban algunos hombres, quienes por sus haraposas trazas, parecían pertenecer a alguna de aquellas bandas malhechoras que llenaban de constante perturbación al país.

No era posible distinguir sus rostros; sólo al reflejo del sol se veían brillar sus armas.

Toda la cautela que al bajar pusieron los perseguidores, no fue bastante para que los bandidos dejaran de apercibirse del peligro que corrían. Así es, que apenas divisaron en los promedios del monte a los jinetes, emprendieron veloz huída. Escuchábase la voz desafortunada de uno de ellos, sin duda el más valiente, que decía: -“¡No huyáis, cobardes! Son pocos; aguardémosles aquí y demos buena cuenta de ellos.”

Pero los aludidos no hacían caso de tales palabras, y apresurábanse a escapar trepando por las laderas opuestas.

Los soldados esforzaron su marcha, y cortando por diversos lados la retirada a los perseguidos, cayeron pronto sobre ellos, aprisionando a unos y matando a los que intentaban hacerles resistencia.

Respecto al que parecía jefe de la banda, más afortunado que los otros, trepaba con gran agilidad por una eminencia que los soldados olvidaron de escudar, y ya parecía hallarse en salvo. Mas no fue así, pues advertido el caballero Armengol, picó espuelas al corcel, y galopando rápidamente dio vuelta al montículo, y aguardó allí, lanza en riestre, la salida del criminal. Éste no tardó en aparecer, y su decepción al verse copado fue horrible. Ciego de ira arremetió contra el caballo, clavándole su acero en los ijares… Rodó el jinete, lanzando un ay de confusión y espanto… ¡Don Arnaldo Armengol, había reconocido en aquel hombre que de tan rápida manera le había agredido, a su propio hijo Pedro!...

El lamento del padre hirió profundamente el alma del agresor, quien acercándose al valiente capitán, vio, con asombro, que aquel contra el cual había desenvainado su espada, era ¡su padre!...

Entonces, las entrañas del amor filial se abrieron, y un torrente de lágrimas inundó la faz de Pedro de Armengol. El arrepentimiento purificaba su alma, sumida desde largo tiempo en la más baja abyección.

Solícito se acercó al noble capitán caído, y alzándole del suelo, prosternóse a sus pies, aclamando, mientras sus ojos vertían un copioso raudal: “Padre mío, perdonadme; he sido un insensato, bien lo sé. He arrastrado por el suelo vuestro honor, y soy digno, lo reconozco, del mayor de los castigos. Pero yo prometo desde ahora, en que parece que mi corazón se alumbra con una luz del cielo, enmendar completamente mi conducta, consagrando todos los días de mi vida a Dios. Vos sois bueno, padre mío, y no dejaréis de otorgarme ese perdón que será mi mayor dicha.”

No acertaba a creer Arnaldo la maravilla obrada en el corazón de su hijo; pero conociendo al fin que era aquello un favor especialísimo de la misericordia divina, dio gracias a la Providencia que tan sabiamente dispone sus planes, y abriendo cariñoso los brazos, estrechó contra su corazón a aquel hijo descarriado por quien tantas lágrimas había vertido.

Sin embargo, exacto cumplidor de su deber, acordó llevarle a presencia del rey para que éste administrara justicia.

Don Jaime, en pago a los muchos servicios prestados por su fiel servidor Arnaldo, perdonó a Pedro, y éste, cumpliendo su promesa, ingresó en la Orden Mercedaria, de la que fue bien pronto, por sus penitencias, su saber y sus virtudes, uno de los ornamentos más preciados.

Sus ansias de padecer por Cristo le llevaron a tierra africana, donde varias veces quedó en rehenes por libertar a infelices cautivos, y donde sufrió por parte de los fanáticos hijos de Mahoma, atroces suplicios, en los cuales, se patentizó la gracia que había alcanzado ante el Señor y la Santísima Virgen, quienes en más de una ocasión se le aparecieron, desatando, como el ángel a San Pedro Apóstol en la cárcel mamertiana, las ligaduras que le retenían en lóbrega mazmorra.

Así como su vida anterior fue causa de que muchos dilapidasen su hacienda y cometieran grandes pecados, así ahora, sus heroicas virtudes y sacrificios motivaron la conversión de numerosos pecadores que, contagiados del admirable ejemplo de San Pedro Armengol, abrazaron el Instituto de la Merced.

No pudiendo sufrir su humildad los honores que le tributaba toda la ciudad de Barcelona a su regreso de África, marchó al pobre convento de Nuestra Señora de los Prados, sito en el arzobispado de Tarragona, donde murió el 27 de Abril del año 1277.

La predicación de Fray Bernardo Corbaria se había cumplido. San Pedro Armengol fue canonizado por Inocencio X el 18 de Abril de 1683.

Sus reliquias se guardan en la parroquia de Guardia de los Prados, su lugar natal, donde son objeto de gran veneración.

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