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¿Habéis visitado alguna vez uno de esos robustos alcázares o ciudadelas que se yerguen dominando las viejas poblaciones castellanas?
La santidad, perfección suma a que puede aspirar el hombre, es como una de esas fortalezas inexpugnables que sobresalen en la rocosa altura de escarpado monte.
Para ir a ellas es necesario trepar por empinadas cuestas, apartando las malezas que entrecruzan el accidentado camino. ¡Qué larga y fatigosa resulta la ascensión; pero qué placer se experimenta cuando ya hemos salvado las dificultades de la jornada, y aparecen en todo su relieve las picudas almenas del señorial castillo...!
- Esos son los muros -nos decimos- en cuya dura epidermis de granito rebotaron los dardos de la muchedumbre hostil. Ahí se estrelló la furia del ejército enemigo, detenido en su carrera por el abismo de estos fosos, que nosotros ahora traspasamos merced al levadizo puente que se nos tiende solícito, para que lo hollemos en actitud de paz.
Y atravesamos la almenada puerta, bajo cuya pétrea arcada se destacaron un día las siluetas de capitanes y príncipes guerreros. Y cruzamos el gran patio de armas, aquel mismo patio de armas donde evolucionaron mesnadas ilustres de valientes caudillos. Y nos deslizamos por pasillos y galerías luengas de macizas paredes. Y ascendemos al adarve, desde cuya extensa planicie se divisa la ciudad que arremolina sus viviendas al pie de la montaña por donde trabajosamente subimos. ¡Cuán altos nosotros, y cuán baja ella...! El roquero castillo, solitario, aislado, sobresale majestuoso, dejando atrás la ciudad, cuyos rumores se perciben...! La inmensidad del cielo nos cobija; nos hallamos suspendidos sobre un abismo: el foso, lleno de agua turbia; de hojarascas, de malezas y piedras cortantes, aparece rodeado el firmamento baluarte, a donde nadie se acercará sin que las cadenas del levadizo puente se pongan en tensión como los brazos robustos de un atleta...
Así es la fortaleza de la santidad: está la santidad en lo alto de una gran montaña, y para arribar a ella hay que vencer las dificultades del áspero camino: los guijarros del sacrificio, las zarzas de la penitencia, los riscos de la humillación... Y hay que ir allí, no con lanzas y espadones, sino como la paloma bíblica, con una rama de oliva en los labios, con mucho amor en el alma y con mucha paz en el corazón... Solo así se nos tenderá el puente e ingresaremos en el alcázar majestuoso, deslizándonos sobre las mismas piedras fuertes y resonantes que sostuvieron un día las magnas figuras de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de los penitentes, de todos esos capitanes esforzados de la fe... Y una vez dentro del castillo, ya no hay miedo de que el enemigo nos eche. Todos los ejércitos de tentaciones y vicios son impotentes para doblegar el espeso muro tras el cual nos guarecemos. No pasarán el puente, y, una de dos: retrocederán, o si pretenden salvar por medio de un colosal brinco la distancia que de ellos nos separa, caerán irremisiblemente al foso...
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Nos inspira la anterior fantasía una célebre obra de San Juan Clímaco, titulada La Escala de la Santidad.
El pensamiento de este abad ilustre en la mencionada obra, fácilmente se adivina: la Santidad está muy alta, y a ella hay que subir por escalones o gradas; pero una vez en ella y bien pertrechado de virtudes resistiremos el ataque del pecado invasor.
Escribió San Juan su Escala del Paraíso cuando era abad del Sinaí, y sin duda se la inspiró el dificultoso acceso de aquella montaña, en cuya cima se apareció un día entre esplendores de gloria la Santidad de toda santidad, Dios, para entregar las dos Tablas de la Ley al campeón de su causa, Moisés.
divídela en treinta gradas o escalones, recorriendo en cada uno de ellos una virtud. Esta obra contiene todo el progreso de la vida espiritual, desde la primera conversión hasta la perfección más elevada.
dicho libro es una luminosa prueba de su genio eminente, de su experiencia consumada, como director de espíritus, y de su ardiente piedad. Le alcanzó gran celebridad entre los griegos. Siguió en su redacción proceder diferente al seguido hasta entonces por la generalidad de los autores, empleando en vez de sendos y ampulosos razonamientos, ideas abreviadas en forma de sentencias. Esto es causa de que en algunos pasajes, por lo demasiado conciso y sublime del pensamiento, éste adolezca de falta de claridad.
(CONTINUARÁ... página 579)
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