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SAN JUAN DE CAPISTRANOJuan de Capistrano, el gran Santo cuya fiesta, por decreto de León XIII, fechado el 18 de Agosto de 1890, se celebra hoy en toda la cristiandad, reunió en sí los más grandes heroísmos: fue un héroe de la humildad, de la abnegación, de la penitencia.
Juan de Capistrano era el principal jurisconsulto de su nación. Ladislao, rey de Nápoles, considerábase feliz con llamarle a las más altas funciones de la magistratura. Sólo contaba Juan veinticinco años, y ya aquél príncipe, confiando en sus virtudes y prudencia, le nombró gobernador de Perusa. Todo le sonreía: el mundo estimábale grandemente, lisonjeaban su corazón sueños de ambición y de gloria; uno de los más ricos y poderosos señores de Italia, ofrecíale en matrimonio a su hija única... Y sin embargo, este hombre así agasajado, así admirado, así querido, iba a cambiar todos sus esplendores, toda su influencia, todo su presente halagüeño por el sayal tosco, por la vida austera que inició en el mundo el bienaventurado hijo de Asís. Se acercaba la hora dichosa en que el Supremo Poder, por uno de esos golpes imprevistos que hieren como el rayo y cambian las almas, iba a hacer brillar las bellezas al desprecio del mundo, de la pobreza evangélica, del exclusivo amor a Dios.
lleno está el santoral de varones ilustres, de magnates, de príncipes, de reyes que abandonaron todas sus riquezas por ingresar en una Orden religiosa. Pero aguardad: ved cómo el poderoso personaje cuya vida estamos ligeramente siguiendo, después de repartir todos sus bienes entre los pobres, después de renunciar para siempre a los goces del matrimonio y a cuantos honores y risueñas esperanzas podía proporcionarle el mundo, se dirige a un convento de franciscanos observantes, sito en Bérgamo, pidiendo humildemente el hábito religioso. Mas esta vocación inesperada, extraordinaria, súbita, maravilla al Beato Marcos, guardián de aquella santa casa. Y como se asombra, como le cuesta dar crédito a lo que escucha y ve, como duda de las rectas intenciones que hayan movido a un tan principal caballero para adoptar tamaña resolución, antes de admitirlo, le dice: -"los conventos no son el refugio de los hastiados del siglo. Cuando os hayáis despedido solemnemente del mundo y de toda su vanidad terrena, os admitiré."
entonces Juan de Capistrano volvió a Perusa, y para probar que estaba dispuesto a sufrir todos los sacrificios y humillaciones, allí, en medio de aquella ciudad, testigo en otro tiempo de su poder y su esplendor, se hizo conducir, montado en un asno, por todas las calles, ostentando en la cabeza una ridícula mitra de cartón, en la cual hallábanse escritos todos los pecados de su vida.
Y este hombre, estimado por su ciencia, por su prudencia, por su caridad, se convirtió en objeto vil y despreciable para la ciudad de Perusa, muchos de cuyos habitantes, -la plebe inculta y grosera- le seguían tirándole pedradas y profiriendo a su paso denuestos e insultos, mientras sus antiguos amigos no acertando a comprender los propósitos que le animaban, tachábanle de loco y monomaníaco.
Este "gesto", esta valiente actitud, ¿no os ha conmovido? ¿la juzgáis extravagancia? Es una extravagancia, sí, pero una extravagancia como todas las de los santos, sublime.
Juan de Capistrano, con este solo rasgo, se nos manifiesta de cuerpo entero, y ya no os extrañarán, no os asombrarán los incontables rasgos de heroicidad, de mortificación, de virtud, que llevó a cabo en el transcurso de su larga vida religiosa.
Porque al fin, como no podía menos de suceder, el Beato Marcos le admitió entre sus religiosos. Juan de Capistrano, tuvo la dicha inmensa de ceñir a su cuerpo el hábito del seráfico patriarca. Dios le condujo al claustro, Dios le sugirió aquella vocación altísima, por la cual se beneficiaría el mundo.
El mundo, sí; porque los santos son los hombres providenciales, los faros luminosos que sirven de guía a las naciones, cuando estas pasan por el encrespado mar de una época tumultuosa. No podía ser más lastimoso el estado del mundo cristiano a fines del siglo XV, época en que floreció la santidad de este varón ilustre. No lo ingnoráis: el cisma desgarraba la cristiandad presentando a los hombres el lamentable espectáculo de un Papa y un antipapa que se disputaban el solio supremo de la Iglesia. Toda Europa hallábase opresa por la herejía. En Inglaterra, los dogmas, la moral y las instituciones católicas sufrían el rudo golpe de Wiclef. En Alemania, Juan Huss, enarbolaba el estandarte de la rebelión y daba la señal de la anarquía religiosa y política. En Francia comenzaban a ensayarse las doctrinas de loca independencia, de rebeldía a la Santa Sede cuyo germen fatal había sido sembrado por Felipe el Hermoso. El sensualismo, el lujo, la inmoralidad se iban infiltrando cada vez más en las masas; y mientras reyes y pueblos se enervaban en el seno de los deleites o agotaban sus fuerzas en estériles discordias, los turcos atravesando las fronteras de Asia, caían sobre Occidente...
Pero Jesucristo, que ha prometido estar con su Iglesia hasta la consumación de los siglos, no la abandonó, y suscitó para asegurarla contra la invasión de sus enemigos, santos gloriosos que con sus ejemplos y con sus doctrinas contrarrestaran, como diques potentes, las ondas furiosas de aquél mar embravecido.
Y Juan de Capistrano, como un nuevo Apóstol, como otro San Pablo, apareció en el mundo, desbaratando los arrestos de quienes pensaban abatir el excelso baluarte de la Iglesia.
ordenado de diácono hacia 1420 y elevado luego al sacerdocio, Juan empezó su carrera de misionero bajo la dirección de su venerado maestro San Bernardino de Sena, Apóstol de Italia.
Durante treinta y seis años -según uno de sus más conspicuos biógrafos-, evangelizó toda la Europa central, y los frutos de su apostolado fueron prodigiosos e incalculables.
Uno de sus discípulos, Nicolás de Fara, hablando de este Santo, se expresa en estos términos: "Cuando llegaba a una provincia, los pueblos y las ciudades acudían en masa para oirle. Las grandes poblaciones le llamaban, ya por medio de cartas expresivas, ya valiéndose de la recomendación del Soberano Pontífice o de poderosos personajes. Anunciaba a todos el reino de Dios, no con palabras dictadas por la sabiduría humana, sino por la virtud del Espíritu Santo, y el Señor confirmaba su misión por medio de numerosos prodigios. La fama de su santidad le había hecho célebre en todas las regiones de Italia. Los habitantes de Aquila, Sena, Arezzo, Florencia, Venecia, Treviso, Vicenza, Verona, Mantua y Milán le veneraban y querían sobre toda ponderación. ¡Cuán grande era su afán por oirle! El pueblo llenaba las plazas públicas y con frecuencia grandes llanuras. En muchos sermones suyos se contaron veinte mil oyentes, algunas veces cuarenta mil, y hasta hubo circunstancias en que ascendieron a cien mil."
Y lo mismo que en Italia, ocurría en los demás pueblos y naciones: Austria, Hungría, Bohemia, Moravia, Silesia, Baviera, turingia, Sajonia, Polonia... y cien regiones más, fueron teatros de sus resonantes triunfos. A su voz se convertían los grandes pecadores, la herejía mermaba sus huestes, se desterraban los vicios, se moralizaban las costumbres. Ciento veinte estudiantes de la Universidad de Leipzig toman el hábito religioso; el convento franciscano de Viena llega a reunir doscientos novicios; ciento treinta el de Cracovia, y así sucesivamente.
Belgrado, la actual capital de Serbia*, es deudora a este ínclito misionero de
(CONTINUARÁ... página 539)
NOTA:
* Antes de la Primera Guerra Mundial
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