DIA 21 DE NOVIEMBRE DIA DECIMOCUARTO
SANTO EJERCICIO DEL MES DE MARIA
DIA DECIMOQUINTO
DESTINADO
A HONRAR EL CUARTO DOLOR DE MARIA
ORACIÓN INICIAL
PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh
María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro
nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras
manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís
nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
CONSIDERACION
Había llegado la hora
fatal, anunciada por el anciano Simeón, en que el corazón de María sería
despedazado por una espada de dos filos, Jesús había caído en poder de sus
enemigos, quienes espiaban desde largo tiempo el momento oportuno para hacerlo
la víctima sangrienta de sus venganzas. Arrastrado de tribunal en tribunal,
como un homicida o incendiario sorprendido en el acto de perpetrar su crimen,
fue en todas partes el blanco de las injurias, de los baldones y de los más
crueles e inhumanos tratamientos.
Descargaron sobre sus
espaldas una lluvia de duros azotes, ciñeron su cabeza con una corona de
punzadoras espinas y cargaron sobre sus hombres chorrentes de sangre una pesada
cruz, instrumento así de su cercano suplicio. Así, cargado con aquel enorme peso,
le obligaron a recorrer el largo y áspero sendero que mediaba entre el Pretorio
y el Calvario, apresurando a fuerza de golpes su marcha lenta y fatigosa. De
esa manera se arrastraba penosamente aquella figura de hombre, dejando marcadas
las huellas con un reguero de sangre, mientras que a lo largo del camino se
agrupaban multitudes de espectadores, que demostraban en sus rostros o la
satisfacción del odio, o una estéril compasión.
Una mujer llorosa,
sumergida en un dolor inexplicable, penetró por medio de la multitud para salir
al encuentro del Divino Ajusticiado; y desafiando las iras de los verdugos, se
acerca a Él y clava en su rostro ensangrentado los ojos anegados en lágrimas.
Es María que va en busca de su Hijo. En la víspera de ese día funesto, lo había
dejado sano y lleno de vida; pero apenas habían transcurrido unas cuantas horas
lo ve convertido todo en una pura llaga. ¡Cuál sería su dolor y su sorpresa!
Jesús levanta sus ojos para verla, su mirada se encuentra con la de su Madre, y
aunque sus labios nada hablan, sus ojos y su corazón le dicen “¡Oh madre
desolada! ¿Cómo habéis venido hasta aquí sin temer las iras de mis verdugos?
Apartaos, que vuestra vista redobla mis tormentos; dejadme morir en paz por la
salvación de los pecadores y pagar con exceso de amor el exceso de ingratitud”.
– Y María con sus ojos, más bien que no con sus labios, le diría: ¡Oh hijo muy
amado! ¿Quién os ha reducido a tal extremo de sufrimiento y de dolor? ¿Qué
habéis hecho ¡oh inocentísimo cordero!, para ser tratado de ese modo? Porque
resucitabais los muertos, ¿os conducen al suplicio? Porque sanabais a los
enfermos, ¿os han azotado cruelmente? Porque dabais vista a los ciegos, oído a
los sordos, movimiento a los paralíticos, ¿os han coronado de espinas, y
cargado con esa cruz? ¡Ah! permitidme padecer con Vos y morir con Vos en ese
madero. Yo no quiero vivir ya; la vida sin Vos me es aborrecible y la muerte
sería mi único consuelo…”
El dolor de María no
sólo es grande por su intensidad, sino sublime por el heroísmo con que sabe
soportarlo. Ella, lejos de rehusar el sufrimiento, le sale al encuentro y con
paso resuelto va a buscarlo a su misma fuente. María pudo evitar, huyendo a la
soledad, la vista de ese espectáculo sangriento. Pero no, ella vuela en alas
del amor que todo lo vence y que todo lo soporta; se abraza con la cruz, y
olvidándose de sí misma para no pensar más que en el amado de su corazón,
desafía los peligros para ir a ofrecer algún alivio a su hijo perseguido.
¡Ah! cuánto acusa
este heroísmo nuestra cobardía, no ya para buscar, sino para aceptar el
sufrimiento y el sacrificio. Muy distantes de amar la cruz, la rechazamos con
repugnancia, y si la aceptamos, es porque no está en nuestra mano rechazarla. Y
sin embargo, la cruz es la llave del cielo y cargados con ella hemos de
atravesar el camino de la vida, si queremos recibir recompensas inmortales. Y
¡qué tesoro de paz se ocultan en el sufrimiento voluntariamente aceptado! No
hay dulzura comparable con la que saborea el alma amante de Jesús, cuando carga
sus hombros con la cruz que Él arrastró a lo largo del camino del Calvario.
Gozar cuando el amado sufre, no es gozo, es amargura; sufrir cuando el amado
padece, es dulcísimo gozo. Unamos nuestros pesares, trabajos y desgracias a los
de María y hallaremos fuerza, aliento, valor y hasta alegría en medio de las
espinas de que está sembrado el camino de la vida.
EJEMPLO
La
Medalla Milagrosa.
Conocida es en todo
el mundo la medalla que, por los portentos que se operaron con ella, ha
recibido el nombre de milagrosa. Su
forma fue revelada en 1830 por la misma Santísima Virgen a una Hermana de la
Caridad de París. Representa en el anverso a María en pie y con los brazos
extendidos, haciendo brotar de sus manos un haz de rayos, símbolo de las
gracias que María derrama sobre los hombres. Alrededor se lee esta inscripción,
dictada por los labios de la bondadosa Madre, ¡Oh María, concebida sin pecado, rogad por nosotros, que recurrimos a
Vos!
Llenos están los
anales de la piedad cristiana con los prodigios de todo género obrados por esta
medalla, que parece ser como un talismán que encierra el secreto de la más
decidida protección de María. Entre otros innumerables hechos que atestiguan
esta verdad, referiremos una conversión verificada en la isla de Chipre en
1864.
Vivía allí un hombre
acaudalado que, a causa de la pérdida de una hija muy amada, había abandonado
toda práctica de religión y había caído en la más completa indiferencia
religiosa. Este caballero enfermó gravemente, hasta el punto de que fueron
inútiles todos los esfuerzos para restituirle la salud. Uno de los sacerdotes
de la isla lo visitaba frecuentemente con la esperanza de que aceptase los
auxilios de la religión. Pero el corazón del buen sacerdote se llenaba de
amargura al ver que todas su exhortaciones obtenían la misma respuesta
dilatoria: “Ya tendremos tiempo; lo veremos dentro de algunos días; por ahora
no tengo disposiciones; espero mejorarme”.
Mientras tanto los
síntomas de la muerte se hacían cada vez más próximos. Ya la respiración era
fatigosa y el hielo mortal comenzaba a hacerse sentir en las extremidades. Y
sin embargo, el endurecimiento de aquél corazón continuaba, y siempre la misma
respuesta: Después… por ahora no… Los labios lívidos apenas tenían fuerzas para
articular una palabra, y las pupilas se negaban ya a recibir la luz del día; y
en pocas horas se cerrarían para siempre; y sin embargo la obstinación
continuaba.
En esos momentos
angustiosos tuvo el buen sacerdote la inspiración de acudir a la Medalla
Milagrosa. Sentado estaba junto al moribundo sin atreverse a hablarle de
aquella medalla, porque poco momentos antes le había dicho terminantemente que
no quería oír hablar de religión ni de Sacramentos. No sabiendo que hacer,
encomendó fervorosamente a la Santísima Virgen la suerte de aquel pecador
obstinado y colocó disimuladamente la medalla sobre la almohada. ¡Oh
maravillosa clemencia de María! pocos momentos después, el enfermo se vuelve a
él y le dice: “Y bien, ¿cuándo comenzamos?”.
-“¿Qué es lo que
desea comenzar? le preguntó el sacerdote temiendo que el enfermo se refiriese a
otra cosa”. – Mi confesión; pues que si se ha de hacer alguna vez, convendría
hacerla pronto.
La confesión comenzó
desde aquél mismo instante, pareciendo que aquella vida que tocaba a su
término, hubiese recobrado toda su fuerza. Terminada la confesión, el sacerdote
le presentó la medalla, diciéndole que a esa prenda de la protección de María
debía el cambio operado en su corazón. El moribundo la cogió en sus manos
trémulas y la llevó a sus labios, cubriéndola de ósculos de ternura y de
lágrimas de arrepentimiento. En esta actitud se escapó suavemente de su pecho
el último suspiro.
Si esta medalla lleva
consigo tan admirables tesoros de gracias, procuremos llevarla siempre sobre el
pecho, y repetir con frecuencia la jaculatoria que lleva al pie para asegurar
en nuestro favor la protección de María.
JACULATORIA
Yo
quiero también, María
Llevar
la cruz en mis hombros
Y
ayudarte en tu agonía.
ORACION
¡Oh dolorida Madre de
Jesús! Que triste es para mí contemplaros en la calle de la Amargura sumergida
en el más acerbo desconsuelo al ver tratado a vuestro Hijo como un malhechor y
arrastrado ignominiosamente a la muerte. Pero, más que vuestros mismos dolores,
me asombra el heroísmo con que desafiasteis los peligros y salisteis
valerosamente al encuentro de Jesús. Alcanzadme, os ruego por los méritos de la
Pasión de Jesús y de vuestros Dolores, la gracia de sobreponerme con santo
valor a todas las aflicciones, disgustos, enfermedades, miserias y dolores de
la vida. Hacedme tener ¡Oh Virgen santa!, en medio de los pesares la paz y
consuelos celestiales que gustan las almas que saben sufrir por Dios; que yo
mire esta tierra como un doloroso destierro y que no tenga otro amor ni otro
deseo que unirme a Jesús y a Vos en el padecimiento, aceptando con satisfacción
la cruz que Dios se digne cargar sobre mis hombros. Aceptad ¡oh afligida
Madre!, las lágrimas de compasión que vierto, que es dulce para la madre ver
que sus hijos participan de sus dolores y unen sus lágrimas con las suyas. En
recompensa de este signo de mi filial amor, dadme fuerza para arrastrar mi cruz
y no desfallecer hasta dejarla en el Calvario, donde, muriendo con Jesús,
tendré la dicha de resucitar con Él para gozar eternamente en el cielo. Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1. Hacer
el santo ejercicio del Via Crucis uniéndose
a los dolores de Jesús y María en el camino del Calvario.
2. Hacer
un cuarto de hora de meditación sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
3. Imponerse
alguna mortificación corporal en honra de los padecimientos del Hijo y de la
Madre.
ORACION FINAL
PARA TODOS LOS DIAS
¡Oh
María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos
a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros
corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un
nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que
confunda a los enemigos de su Iglesia y que en fin, encienda por todas partes
el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las
tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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