
Esta frase de la Sagrada Escritura viene a la mente al considerar la triste inversión que se está dando en nuestra sociedad: menos hijos y más mascotas.
A las mismas personas a quienes parece un gasto muy fuerte tener un hijo más, no les parece demasiado gastar en ciertos «lujos» para su mascota.
Así, cada vez más se ofrecen servicios más completos para animales, como calzado para la lluvia, impermeables, baños especiales, restaurantes, cementerios, etc. En los lugares en que esta mentalidad echó más raíces, ya existen «psicólogos» para combatir el «stress» del animalito, «institutos» para adelgazarlos, mamas para que no se queden solos, etc.
Al mismo tiempo, se está consolidando una mentalidad que considera a los niños más como una carga que como una bendición de Dios lo que, en su expresión extrema, hace que se prefiera la mascota al hijo.
Es más que una metáfora, pues de verdad señala cómo los animales se han convertido en un "miembro más de la familia”.
Un rasgo distintivo de Europa, donde el perro es un "sustituto” de los hijos» (El Mercurio, 3-6-00). A tal punto llega esta triste tendencia que, en algunos casos de divorcio, la custodia de los hijos se resuelve con menos discusiones y menos pasión que la de la mascota…
Aquí hay, en realidad, un grave desequilibrio. Nadie niega que la compañía de ciertos animales bonitos y de aspecto agradable ayuda al desarrollo espiritual del hombre, especialmente en una época en que estamos rodeados de tantas cosas feas y artificiales. Pero de ahí a dar a estas mascotas lo que debemos a nuestros hijos hay un abismo.

«Es porque Dios respeta la nobleza del hombre que, en los animales destinados a su convivencia, quiso velar con esas apariencias magníficas la rudeza natural a todo ser no espiritual. Notoriamente son esas criaturas como flores del reino animal, hechas para nuestro

«Los animales pueden, por lo tanto, tener su lugar en una sensibilidad cristiana bien formada. Pero hay límites. No se debe dar a los perros el pan destinado a los hijos (Mc. 7, 27) advierte Nuestro Señor, ni darle perlas a los cerdos (at. 7,6). Es lo que hace quien, llevado por un desequilibrado sentimentalismo de fondo igualitario, concede a los animales cariños e intimidades que el orden de la Providencia reservó para las relaciones entre seres humanos».
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