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SAN ALBERTO DE JERUSALEM, OBISPO Y MÁRTIR
La ilustre
Orden Carmelitana honra a San Alberto, como a su Patriarca y legislador.
Si en la
antigüedad eran considerados como oráculos aquellos grande shombres que daban
leyes a los pueblos, robusteciendo y afirmando una nacionalidad, y por sus
servicios eminentes veíanse colmados de privilegios y honores, mayor admiración,
reconocimiento y gloria merece quien se consagró a instituir o restaurar una
Orden o congregación religiosa, dándole preceptos y leyes para su desarrollo y
estabilidad.
Las Órdenes
religiosas son las naciones predilectas de Dios, los alcázares de la virtud;
las fuertes ciudadelas desde las cuales se pelea con singular denuedo por
establecer en todo el mundo el reinado social de Jesucristo.
Ellas, tan
denigradas, tan combatidas por la masa indocta de la opinión, han sido el
porta-estandarte de la civilización, y escudo y broquel donde se estrellaron
los dardos de alocadas muchedumbres que en un momento hubieran querido concluir
con el orden católico existente.
Sin las Órdenes
religiosas, muchas comarcas permanecerían aun envueltas entre los horrores del
salvajismo y las tinieblas de la idolatría; y muchos pueblos, hoy adelantados y
cultos, no hubieran entrado a formar parte en el concierto de las naciones
civilizadas.
Toda
regeneración social, artística o política, arranca precisamente, adquiere su
primer impulso de los trabajos hechos con tal fin por ésta o aquella institución
religiosa. La Orden religiosa limpió de abrojos el camino, allanó el monte,
igualó el terreno, y después los hombres no tuvieron más que edificar. Pero el
hombre es fatuo, y vano, y presuntuoso, y al cabo, olvidando la labor inicial
de aquellos desinteresados atletas de nuestra fe, se abrogó el mérito de una
conquista, que, acaso en su vida, sin el exilio de unos pobres monjes, no se
hubiera nunca atrevido a realizar.
No hay obra
magna en la historia a la cual no vaya asociado el nombre de alguna ilustre
corporación religiosa. Al descubrimiento de América coadyuva un modesto guardián
de franciscanos, Fray Pérez de Marchena. Otro franciscano ilustre, Jiménez de
Cisneros, reconquista nuestro poderío* en Orán. Mercedarios y Trinitarios
emprenden la redención de los cautivos. En las abadías benedictinas se refugia
la civilización de los pueblos meridionales, próxima a caer ante la feroz
embestida de los bárbaros. Hijos de San Agustín y Santo Domingo recorren las
dilatadas llanuras de la joven América, sembrando luz en opacas inteligencias y
amor y bondad en indiferentes corazones; haciéndola sabia y religiosa, abnegada
y viril; iniciando en ella la cultura, el vigor y el engrandecimiento que
disfruta hoy…
Los
propulsores, los mantenedores de todos esos venerandos institutos, merecen la
más alta estimación de los pueblos.
San
Alberto, Patriarca y legislador de la insigne Congregación Carmelitana, se hace
acreedor a que hoy le rindamos un piadoso homenaje, pues en nuestra calidad de
españoles no podemos olvidar que la Orden del Carmelo se extendió a manera de
rama olorosa por toda nuestra Península, haciendo florecer en ella místicas
corolas tan preciadas como Santa Teresa y San Juan de la Cruz, ornamentos
preclaros de nuestra hispana literatura…
Sin
cultivo, el jardín se agosta. Sin la labor perseverante de San Alberto, aquella
Orden eremítica que remontaba su origen nada menos que hasta los profetas Elías
y Eliseo, hubiera sucumbido o se hubiese mezclado más o menos tarde con otras
asociaciones piadosas, perdiendo su propia personalidad.
San Alberto
fue el jardinero sagrado puesto por Dios para restaurar aquél vergel
carmelitano que contaba luengos siglos de existencia.
San
Alberto, conociendo que la regla de Juan de Jerusalén no era bastante
imperativa y precisa, y que los estatutos de San Brocardo pecaban por su estilo
demasiado difuso, redactó una regla más corta, más substancial, más preceptiva,
que ilustró con pasajes escogidos de la Sagrada Escritura, y adaptó
perfectamente a la posición y a los deseos de los ermitaños.
No contento
con ofrecer a la Orden carmelitana aquel legado de su sabiduría, la enriqueció
con abundantes limosnas, hasta el punto de emplear en ella la mayor parte de su
cuantiosa fortuna, que sirvió para reedificar el monasterio del monte Carmelo.
Hay que
hacer constar que San Alberto no era carmelita, lo cual avalora más la singular
protección que dispensó siempre al glorioso Instituto.
(CONTINUARÁ…
pag. 169)
* de España
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