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SAN LEÓN MAGNO
El arte de Rafael bosquejó, en uno de sus admirables frescos del Vaticano, la figura de este gran Pontífice. Y la hermosa pintura, reflejando uno de los más interesantes aspectos de la vida de San León, reúne toda la historia de este ínclito servidor de la Iglesia, que luchó contra los poderes enemigos alcanzando siempre la victoria.
San León detiene a Atila: he aquí el argumento pictórico de Rafael. La virtud de la Iglesia, que emana del cielo, domeña el ímpetu arrollador de los ejércitos bárbaros… Los dos poderes, las dos fuerzas, aparecen en primer término, mirándose frente a frente. ¡Es hermoso el contraste! A un lado San León, revestido con sus pontificales ornamentos y rodeado de su corte, monta un brioso caballo, y en actitud de bendecir eleva la mano ilustre, en cuyo índice reluce chispeando gloria el anillo del Pescador. Al otro, Atila y sus guerreros provistos de lanzas y mal refrenando los belicosos ímpetus de sus corceles, escuchan las palabras conciliadoras del obispo universal. El verdor de la campiña toscaza recorta el horizonte, y bajo la azulada comba de los cielos, por el espacio avanzan dos grandes figuras de luengas y revolantes vestes, esgrimiendo en sus diestras lucíferas espadas, las cuales señalan a Atila el camino que a espaldas del invasor ejército se extiende… San Pedro y San Pablo.
Esta escena, que el divino Rafael hizo revivir con la magia de sus pinceles, pregona las bondades y excelencias de león. Atila, el terrible azote de Dios, el hombre sanguinario y fiero que se había apoderado de Aquilea, reduciéndola a escombros y a cenizas; que había devastado a Pavía y saqueado a Milán, llega a las puertas de Roma con el fin de repetir en ella sus criminales excesos, y no bien escucha el acento paternal, cariñoso, suplicante de león Magno, que le pide en nombre del cielo respete a la ciudad santa, el feroz caudillo levanta el cerco y abandona con todos los suyos el confín romano envuelto en remolinos de polvo…
Este santo Pontífice, llamado columna de la Iglesia Católica, era hijo de Quinciano, originario de una de las primeras familias de toscaza y que vivía en Roma a últimos del siglo IV. En la capital, pues, del orbe católico, capital también entonces de todo el mundo conocido, siendo emperador el español Teodosio el Grande, y en el año 400 de la venida de Jesucristo, nació San león, el cual recibió esmerada educación cristiana desde los primeros años de su existencia. Apenas tuvo la edad conveniente fue llevado al seminario del clero romano, donde se pusieron de relieve la gran penetración de su espíritu y la fijeza y seguridad de su juicio, cualidades ambas que, unidas a su aplicación, le proporcionaron muy pronto el caudal inapreciable de doctrina y sabiduría que se revela en todas sus obras, y que le hacen Doctor eminente en literatura y elocuencia y Padre sapientísimo en Disciplina eclesiástica, en Teología y Sagradas Escrituras. Por eso, hablando de este Santo uno de los primeros Concilios generales de la Iglesia Dice: Dios que lo había destinado para obtener espléndidas victorias sobre el error y someter a la fe la sabiduría del siglo, puso en sus manos las armas con que había de combatir: la ciencia y la verdad.
León abrazó la carrera eclesiástica, y fue tal su comportamiento en ella, que no teniendo más que el grado de acólito fue designado para pasar al África y llevar a los obispos de aquella región las cartas apostólicas del Papa Zoísmo, en las cuales condenaba a los herejes Pelagio y Celestino, conociendo en este viaje a San Agustín, con quien le unieron después lazos de estrecha amistad. Por el año 430 fue ordenado de diácono, y por este mismo tiempo impulsó a su amigo Casiano a que escribiese, contra Nestorio, en defensa del misterio de la Encarnación. Nombrado poco después secretario del Pontífice San Celestino, todos los negocios importantes de la Iglesia universal cayeron sobre León, siendo a él a quien acudió San Cirilo, obispo de alejandría, para que informase al Papa de los peligrosos pasos de Juvenal, patriarca de Jerusalén. También fueron de San León las cartas escritas a los padres reunidos en el Concilio de Éfeso, y a él se deben los grandes trabajos que se hicieron para defender la maternidad divina de la Santísima Virgen y la doble naturaleza del Verbo encarnado, inclusas, como hemos dicho, las obras de Casiano. Algunos años después, siendo ya Pontífice Sixto III, sucesor de San Celestino, y teniendo a San León toda la confianza del nuevo Papa, impidió con sus advertencias que fuese admitido en el seno de la Iglesia el hereje Juliano, obispo de Eclama, depuesto y excomulgado por su pelagianismo, y que hipócritamente quería aparecer como ortodoxo.
(CONTINUARÁ pag 231)
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