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SAN PEDRO DE VERONA, MÁRTIR
Los hombres, en su mayoría, gustan más de juzgar por las apariencias que por realidades. Lo aparente les cautiva en gran manera, y por lo aparente discurren, por lo incierto injurian, aplauden, ridiculizan o ensalzan.
La veguedad, la inseguridad del "parece...", da margen a la fantasía para poblar los espacios de absurdos y quimeras; mientras que en la rotunda afirmación "es así", no caben las invenciones especiosas, las cábalas peregrinas, los desacertados juicios.
El mundo gusta más de la novela que de la historia; del pasatiempo divertido que de la grave y honda reflexión. Aquello que se presenta indeciso, indeterminado, fluctuante, flotante entre lo que es y no es, guarda para la humanidad pervertida un encanto y un interés indefinibles. En el momento en que la duda se deshace, en que las sombras se aclaran, en que las suposiciones se desmoronan bajo el certero golpe de la realidad, se acaba el interés.
Y menos mal, si la realidad corresponde a lo que el mundo creyó; pero, ¡ay, si trunca despiadada la leyenda que, en torno de la apariencia al mundo plugo urdir!... ¡Ay, si cae por tierra toda la máquina del embrollo!... ¡Qué decepción!
Como el mundo gusta más de urdir sus historias alrdedeor de una apariencia mala que de una apariencia buena, resulta que se encoleriza casi siempre, cuando sus escenas soñadas no corresponden a la exactitud del caso, por haber sido sustituida la maldad sospechada, la perversión supuesta, por la virtud y el bien.
Ello es triste, pero... es así. Dios nos manda pensar siempre bien. Pero el mundo, en contra de Dios, exlama: -"piensa mal y acertarás." -Y pensamos mal, y no siempre acertamos. Dios condena el juicio temerario, pero la sociedad con su moral casuística, dice que el juicio temerario es un pueril pasatiempo para distraer la maldad...
Nos suscita las presentes reflexiones, un episodio que leemos en la historia de San Pedro, mártir, ornamento de la sagrada orden de los predicadores, cuya festividad celebra hoy la Iglesia.
San Pedro, durante una época de su vida, fue víctima de la maledicencia del juicio temerario. ¡Y de sus mismos hermanos en religión!... Esta es una de las mayores desgracias que pueden sobrevenirnos: ser juzgados malévolamente por aquellos mismos que debieran ponerse a nuestro favor.
Y para que mejor resalte la aviesa intención de aquellos que por apariencias le juzgaron, hagamos un diseño de las virtudes de nuestro Santo, modelo verdadero de cristiana perfección.
Así como de las espinas brotan rosas, y agua de la peña dura, y fuego del pedernal, así de unos padres herejes, partidarios ciegos de los errores de Manés, nació Pedro de Verona, que fue rosa, y agua, y fuego a un tiempo mismo. Rosa por el penetrante aroma de sus virtudes; agua por el caudal exquisito de sus ternuras, a donde iban a beber todos los desventurados; fuego por el ardor con que combatió la herejía maniquea hasta ceñirse la corona del martirio... Pero no adelantemos los episodios de su admirable vida.
Verona, ilustre ciudad de Lombardía, fue la patria de este Santo, quien, como dice un ilustre escritor, parece que desde las entrañas de su madre traía esculpido el amor de la fe católica y el aborrecimiento de los herejes.
El "Creo en dios Padre, Todopoderoso, criador del cielo y de la tierra" fue su divisa constante, contra el parecer de los maniqueos, que no querían ver la hermosura del mundo visible que nos rodea, considerándolo todo como obra del demonio.
Ni las promesas ni las amenazas de sus padres, qeu intentaron por todos los medios rendir el corazón de su hijo a la herajía, fueron suficientes prar hacerle abdicar de sus puras convicciones católicas. Pedro de Verona continuaba recitando cada vez con más fuerza el "Creo en Dios Padre, Todopoderoso, criador del cielo y de la tierra..."
Terminados sus primeros estudios, Pedro marchó a Bolonia, en cuya célebre Universidad, se captó bien pronto la admiración y simpatía de sus maestros y condiscípulos, por las excepcionales prendas de su bondad y talento. Aquí no tuvo ya que sostener batallas contra el error y la impiedad, sino contra el vicio, que era lo que mayormente detestaba el virtuoso joven.
Hallábase dotado Pedro de un alma exquisitamente pura. La castidad tenía para él un irresistible encanto. Ser casto, conservarse siempre puro, era en él una necesidad. Y así rehuía las invitaciones de sus compañeros de estudio, gente joven, bulliciosa, alegre, que le instaban frecuentemente a diversiones y jolgorios.
Tal empeño, tanta tenacidad pusieron en desviarle del recto camino, que el Santo se proponía seguir, que Pedro, vista la acometividad, temió llegarse un día en que pudiese ceder, y cediendo perdiese, en una hora, cuanto desde que vino al mundo se había ganado ante los ojos de Dios.
Semejante posibilidad llenó su alma de espanto, y para preservarse del peligro, decidió poner entre su alma y el mundo la barrera de la religión.
Hallábase a la sazón en Bolonia el glorioso fundador Santo Domingo de Guzmán, y Pedro, impresionado por aquél hábito blanco y negro, doblemente simbólico, pues representa la pureza y la humildad, acordó solicitar su ingreso en la Orden de Predicadores, tan venerada en todo el orbe católico por la ciencia y santidad de sus miembros ilustres.
Pedro de Verona, satisfizo sus deseos; el mismo Santo Domingo le concedió el hábito.
Y ya en el claustro, no cabe imaginar un más allá de virtud, de piedad, de penitencia. Pedro, el ínclito veronés, recorrió en un día toda la escala de perfección. Sus mortificaciones fueron increíbles, y por ellas en cierta ocasión estuvo a punto de perder la vida, viéndose obligados los superiores de la Orden a amenguar su excesivo rigor.
Pedro de Verona era también muy aficionado al estudio, en especial al estudio de las Sagradas Escrituras, con cuyo rico arsenal procuraba no solamente ilustrar su entendimiento, sino inflamar en el bien su voluntad y purificar de tal modo su corazón que, según testifican los Padres que le confesaron, nunca tuvo consentimiento de pecado mortal...
Pues a un hombre tan justo, tan humilde, tan santo, la maledicencia hizo blanco de sus ataques, y él "parece que..." revoloteó en torno de su inmaculada vida poblando los espacios de repugnantes fantasmas...
Lanzó el juicio temerario, al abrigo de una falsa apariencia, sus dardos venenosos sobre la ilustre figura de San Pedro de Verona, y en breve su prestigioso nombre fue pasto de la mundana voracidad.
Respecto de él se cumplieron aquellas palabras de la Escritura: "...exacuerunt ut gladium linguas suas: intenderunt arcum, rem amaram, ut sagittent in occultis inmaculatum." (Psalm. LXIII, 4 y 5). Aguzaron como espadas sus lenguas: entesaron el arco, cosa amarga, para asaetar en oculto al inocente. "Lingüis suis dolose agebant: venenum aspidum sub labiis eorum." Con sus lenguas urdían engaños; veneno de áspides hay debajo de sus labios...
Sí: nada vieron, y sin embargo, lo acusaron. Bastó un rumor, un conjunto de femeniles voces que a través de la celda de Fray Pedro de Verona se escuchaba para que alguien, mal pensado, de corazón mezquino y alma ruín, no tuviera recelo en ir de acá para allá dando por hecho lo que no había visto. ¿La apariencia le condena? Condenémosle nosotros también. Y sin reparar en toda su vida anterior, de abnegaciones, de penitencias, de sacrificios, así, en un momento y de un solo golpe se tumba a la figura en tierra para que la pisoteen y la escarnezcan los hipócritas y bajos serviles.
(CONTINUARA pag 550)
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