DIA 20 DE NOVIEMBRE DIA DUODECIMO DEL
SANTO EJERCICIO DEL MES DE MARIA
DIA DECIMOTERCER
DEDICADO
A HONRAR EL DOLOR DE MARIA POR LA PERDIDA DE JESUS
ORACIÓN INICIAL
PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh
María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro
nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras
manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís
nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
CONSIDERACION
Un incidente doloroso
acibaró el corazón de María después de la feliz cesación de su destierro y de
la vuelta a su patria y a su hogar. Fieles observadores de la ley, los dos
santos esposos se dirigieron un día a Jerusalén en la época del tiempo pascual.
Confundidos entre la multitud de piadosos peregrinos que iban a visitar el
templo, partieron de Nazaret llevando a Jesús en su compañía cuando frisaba en
los doce años de edad. Después de cumplir los deberes religiosos, dejaron la
Ciudad Santa, formando parte de grupos diferentes, según era costumbre: José en
el grupo de los hombres y María en el grupo de las mujeres: pero los niños
podían indiferentemente agregarse a cualquiera de los grupos.
Las sombras de la
noche habían caído ya sobre la tierra cuando José y María se reunieron en el
lugar de la primera jornada. Al reunirse, la primera pregunta de uno y de otro
fue la misma: “¿Dónde está Jesús? – Ni uno ni otro pudieron contestarla. Jesús
había desaparecido, y la más amarga desolación se apoderó del corazón de los
afligidos esposos. Si la tierra hubiera temblado anunciando su completo
desquiciamiento, y si las trompetas del juicio hubieran señalado el momento de
la última hora, el corazón de María no habría sufrido la conmoción que
experimentó al notar la pérdida de su Hijo. Interrogaron a sus parientes y
amigos, penetraron desolados entre la multitud con la esperanza de que el niño
los hubiera perdido de vista. ¡Vanos esfuerzos! De todos los labios se
desprendían respuestas negativas; nadie daba razón de Jesús. La noche era
tenebrosa como la pena que embargaba a los dos despedazados corazones. Muchos
dolores se ocultarían bajo las sombras de esa noche; pero no habría ninguno
como el de María.
Tomaron entonces
solos y silenciosos el camino de Jerusalén sin que los arredrase ni el
cansancio ni los peligros. Las lágrimas de la afligida madre iban señalando la
solitaria ruta, y de trecho en trecho se dejaba oír su voz dolorida que llamaba
a Jesús con la esperanza de que respondiese a sus clamores. Así llegaron a la
Ciudad, y desde las primeras luces de la aurora recorrieron diligentemente sus
calles; preguntando a los transeúntes si por acaso habían visto al amado de su
corazón; pero, ilusorias esperanzas, vagas probabilidades era todo el resultado
de sus investigaciones.
Cada momento que
pasaba hacía más agudo el dolor de María; había perdido su tesoro, la luz de su
vida, el solo embeleso de su corazón; en una palabra, era una madre que había
perdido al hijo único de sus entrañas. Todo era soportable con Jesús, todo le
era amargo sin Él. ¿Dónde estaría? ¿Habría caído en manos de sus enemigos? ¿Se
habría hecho indigna de su amor y de su compañía? Mil dolorosos pensamientos
cruzaban por su mente, despedazando su alma. Por tres veces vio venir la noche
y nacer el día; y el día y la noche transcurrían dejándola sumergida en su
dolor; hasta que dirigiéndose otra vez al templo para derramar allí sus
dolorosas lágrimas, vio a Jesús que, rodeado por los doctores de la Ley, los
maravillaba con la sabiduría que a raudales brotaba de sus labios. ¿Quién es
ese prodigioso niño? Exclamaban algunos a pocos pasos de la Madre. – Es Jesús,
mi hijo, dijo María, en los transportes de inmenso gozo; y acercándose al
Mesías, le dijo con una dulzura que revelaba aún los últimos dejos de su pesar;
“Hijo mío, ¿por qué has obrado así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos
llenos de aflicción.”
¡Ah! ¡Y con cuánta
facilidad perdemos nosotros a Jesús por medio del pecado! Por un placer
momentáneo, por la satisfacción de alguna pasión mezquina, por seguir las
máximas del mundo por el respeto humano, por un interés sórdido, perdemos su
gracia y su amistad bienhechora, sin pensar por un momento que perdiendo a
Jesús, todo lo perdemos. ¿Qué importan entonces todos los bienes de la tierra,
todos los honores del mundo, todos los goces de la vida? ¿Qué importa al hombre
ganar el mundo entero si pierde su alma?
Pero lo que es más
triste, es ver la indiferencia con que se mira la pérdida de Dios. Si se pierde
la fortuna, cuántas lágrimas y sacrificios por recuperarla; si se pierde la
salud, cuántos afanes por recobrarla; si se pierde la estimación de los
hombres, cuánta solicitud por encontrarla de nuevo. Pero si se pierde a Dios,
que es el sumo bien, se ríe y duerme sin cuidado, sin que se derrame una
lágrima y sin que se haga diligencia alguna por volver a su amistad. Veamos
pues, en este dolor de María cuánto debe ser nuestro empeño por encontrar a
Jesús cuando tengamos la desgracia de perderlo por el pecado.
EJEMPLO
Desgraciado
del que olvida a María.
Hubo en una ciudad de
Francia un joven, como tantos otros, que olvidando los principios de la
religión, se entregó con avidez febril a la lectura de libros impíos y
licenciosos.
Como siempre
acontece, la fe y la inocencia naufragaron en ese mar de errores y máximas
funestas que llenan las páginas de esas infames producciones del infierno.
Perdida la fe,
comenzó a resbalar por la pendiente del vicio y acabó por precipitarse en el
abismo del crimen, cometiendo uno que comprometió gravemente su honor.
Devorado por los
remordimientos y asustado de su propia obra, se echó en los brazos de la
desesperación, en vez de buscar los del arrepentimiento, y llegó a concebir la
realización de un crimen mucho mayor que el que causaba su desesperación: el
suicidio. En el paroxismo de su desesperación, no comprendía que el suicidio en
vez de salvar su honor, lo enlodaba más y más añadiendo un crimen a otro
crimen.
Agitado por este
sombrío pensamiento, y sin dar lugar a la reflexión, se precipitó un día desde
lo mas alto de la ribera al fondo de un caudaloso río, creyendo que su mala
acción permanecería secreta. Pero, por un prodigio inexplicable, su cuerpo
flotaba sano y salvo sobre las corrientes del río, a pesar de los esfuerzos que
hacía para sumergirse. Un pescador que arreglaba sus redes en la ribera, al vez
que un hombre era conducido por la corriente se apresuró a prestarle socorro,
creyendo que habría sido víctima de un accidente involuntario. Mas, cuando el
generoso pescador estaba a punto de salvarlo, el demonio, sin duda, sugirió al
infeliz la idea de que la causa que le impedía sumergirse, era un Escapulario
que llevaba al cuello, último y único resto de las santas creencias de su infancia.
Acto continuo, el desgraciado joven se lo arranca del cuello y lo arroja a la
corriente, y en el mismo instante se sumerge en el fondo de las aguas sin que
el pescador pudiera impedirlo.
Este hecho nos
manifiesta que la Santísima Virgen no olvida ni a sus hijos más ingratos, si se
visten con la sagrada insignia de su Escapulario y que está dispuesta a
procurarles hasta el último momento medios de salvación.
JACULATORIA
Sálvanos,
Madre piadosa,
De
una vida disipada
Y
una muerte desastrosa.
ORACION
¡Oh María! por la
dolorosa angustia que experimentó tu corazón de madre al verte separada por
tres días de tu idolatrado Hijo, dígnate alcanzarnos la gracia de llorar
siempre con amargas lágrimas nuestros pecados, que han sido la causa de haber
tantas veces perdido la amistad divina. ¡Oh mil veces desventurados los que
pierden a Jesús sin deplorar su ausencia y sin echar de menos su dulce y amable
compañía! No permitas jamás ¡oh Madre nuestra!, que insensibles a tan dolorosa
pérdida, disfrutemos tranquilos de los pérfidos goces del mundo, sin pensar que
lejos de Dios existe abierto a nuestros pies un profundísimo abismo. ¡Ah!
perdiendo a Jesús, te perdemos también a ti que eres nuestra más dulce
esperanza, nuestro consuelo más puro y nuestra más segura tabla de salvación.
Qué haríamos sin ti ¡oh Estrella de los mares!, en medio de las tormentas que
agitan la vida llenándola de peligros. Qué haríamos sin ti ¡oh Consoladora de
los afligidos!, en medio de las desgracias y contratiempos que siembran de
pesares el camino de la vida. Qué haríamos sin ti ¡oh inexpugnable Fortaleza!,
en medio de las tentaciones que suscitan para perdernos los enemigos de nuestra
salvación. ¡Oh María! somos tus hijos, no nos desampares; somos tus siervos, no
nos olvides; somos tus vasallos, no nos desconozcas. Llena de piedad y de
misericordia alárganos tu mano protectora en la hora del peligro; y si por
desgracia sucumbiéramos, no tardes en venir a nuestro auxilio y en ponernos a
salvo hasta dejarnos en posesión de la tierra feliz donde disfrutaremos
eternamente de tu amabilísima compañía. Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1. Repetir
varias veces en el día la tercera petición del Padrenuestro. Hágase tu voluntad
así en la tierra como en el Cielo; prometiendo a María imitarla en su perfecta
conformidad con la voluntad de Dios.
2. Rogar
a Dios por la persona o personas que nos hacen mal, perdonándolas de todo
corazón.
3. Rezar
las Letanías de la Santísima Virgen, pidiéndole por las necesidades actuales de
la Iglesia Católica.
ORACION FINAL
PARA TODOS LOS DIAS
¡Oh
María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos
a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros
corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un
nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que
confunda a los enemigos de su Iglesia y que en fin, encienda por todas partes
el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las
tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
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