DIA9 DE NOVIEMBRE DIA SEGUNDO DEL
SANTO EJERCICIO DEL MES DE MARIA
DIA SEGUNDO
CONSAGRADO
A HONRAR LA CONCEPCION INMACULADA DE MARIA
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh
María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro
nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras
manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís
nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
Besamanos Ntra. Sra. de la Esperanza Macarena (Sevilla) |
CONSIDERACION
Si Dios escogió a
María por Madre desde la eternidad, convenía a su divina grandeza que fuese
preservada del pecado que condenaba a muerte a toda la raza de Adán. Repugnaba
a la razón y a la bondad divina, que el Hijo de Dios que venía a destruir el
pecado, hubiera querido revestirse de una carne manchada en su origen. La
pureza y la santidad por excelencia no podían habitar ni un solo instante en un
tabernáculo en que el pecado hubiese dejado sus inmundas huellas y donde
Satanás hubiese tenido su asiento y ejercido su imperio. Y ¿cómo podría ocupar
la Reina del cielo el primer puesto entre todas las criaturas, después de
Jesucristo, si habiendo estado sujeta a la desgracia común, era igual a todas
ellas por el pecado y compañera de todas ellas en la participación de tan
triste herencia? ¿Cómo los espíritus angélicos, criados y confirmados por Dios
en gracia y justicia original, habrían podido reconocer y aclamar por reina a
la que había sido esclava de Satanás, de ese osado enemigo de la gloria de Dios
que ellos habían arrojado del cielo? Y si los ángeles y nuestros primeros
padres fueron criados en gracia, ¿cómo podía ser concebida en pecado aquella
que estaba destinada a ser la Madre de Dios?
¡Oh triunfo
incomparable de la gracia! – Dios necesitaba para su Hijo de una madre digna, y
hela aquí ataviada con todos los dones de la munificencia divina. Ella sola
está de pie, mientras que todos caímos heridos por la maldición primitiva.
Jamás soplo alguno de esos que empañan el alma, mancilló ni un instante su
virginal pureza. Ella fue el arca
misteriosa que sobrenadó sobre las aguas cenagosas del pecado; la fuente sellada cuyas corrientes fueron
siempre límpidas y puras; el jardín
cerrado que jamás dio entrada a la antigua serpiente cuya cabeza quebrantó.
Si María fue preservada de toda culpa
y si jamás el pecado entró en su corazón, nosotros debemos imitarla
preservándonos de toda culpa.
Nada hay más bello en el mundo que un
alma en gracia, y nada más abominable a los ojos de Dios y de María que un alma
en pecado.
Un alma pura es la amiga predilecta de
Dios; en su seno reside como en su más rico santuario, derramando sobre ella
sus bendiciones, regalándola con inefable consuelo e inspirándole las más
santas resoluciones. Dios es su esposo, y como tal, la hace saborear toda la
dulzura de sus castísimos abrazos. Mora en esa alma una paz dulcísima, hija de
la conciencia pura, y que en vano de busca en los mentidos placeres que brinda
el mundo. Los contratiempos de la vida, si la arrancan lágrimas, no alcanzan a
turbar el sosiego del alma en gracia que busca en ella en Dios el consuelo en
la adversidad. Ella ve en Él un padre amoroso, y esa dulce persuasión derrama
gotas de dulzura en el cáliz que la desgracia acerca a sus labios; y humilde y
resignada bendice la mano que la hiere.
¡Felices las almas que pueden decir:
Dios está conmigo y yo con Él; mi amado es para mí y yo soy para mi amado!
Cuando no hay una espina que torture la conciencia, nuestros días transcurren
serenos, es tranquilo nuestro sueño y sin mezcla de amargura nuestros goces.
¡Horas afortunadas de gracia y de inocencia, no os alejéis jamás!...
EJEMPLO
La
conversión de una pecadora.
En los Anales de la Archicofradía del Corazón de María se lee la siguiente
carta, dirigida al abate Desgenettes por una distinguida señora de París.
“Educada en los sanos principios de la
religión católica, tuve la dicha de practicarla, hasta que una pasión ciega me
precipitó en el abismo del vicio. Desde entonces me empeñé por arrojarla de mi
corazón y hasta de mis recuerdos, porque la voz austera de sus enseñanzas me
importunaba con el aguijón del remordimiento. Devorada por la inextinguible sed
de las pasiones, deseaba carecer de alma racional para entregarme sin temores,
como los animales, al exceso de mis desórdenes. A fuerza de trabajo, logré
extinguir en mí la idea de la inmortalidad del alma, mirando esa eterna verdad
como una invención de los curas, y me felicitaba de haber triunfado de lo que
yo llamaba mis antiguas preocupaciones.
Sin embargo, de vez en cuando los estímulos de mi conciencia
me hacían oír un grito aterrador, y sentía miedo de mí misma. Pero en estos
momentos lúcidos de la pasión, la desesperación destruía la obra del
remordimiento, pues la salvación me parecía una cosa imposible; y entonces,
animándome a mí misma, me decía: si he de condenarme forzosamente, gozaré
cuanto pueda en el plazo que me dure la vida. En medio de esta lóbrega noche de
mi alma, solía cruzar, como rayo fugitivo, una lejana confianza en María, que
parecía alivianarme del peso enorme del terror y remordimiento.
Siete años pasaron de profunda
degradación, de locos devaneos, de entero olvido de Dios; siete años de tortura
perpetua del alma, de indefinible tristeza, de hastío incurable. Un día, una
mano desconocida, hizo llegar hasta mi el primer cuaderno de los Anales de la Archicofradía, de la cual
no tenía antecedente alguno. Abrí el libro por curiosidad, leí algunas páginas
y sentí que mi corazón daba cabida a una dulce, si bien lejana esperanza.
La conversión de Ratisbonne me
conmovió profundamente; y tal vez hubiera cedido a este primer toque de la
gracia, si no hubiese dejado el libro para disipar las saludables impresiones,
pues comprendí que podría obrar un cambio en una vida que me parecía dulce, a
pesar de sus amarguras. Sin embargo, pocos días después, hube de ceder a las
instancias de una persona piadosa para asistir a la distribución de la
Archicofradía; y me dirigí a la Iglesia, no con el ánimo de convertirme, sino
para ver si por este medio lograba la paz interior sin cambiar de vida.
¡Insensata! Pretendía un imposible….
En el momento de las súplicas, el
sacerdote leyó una carta de una joven de mi edad, pecadora como yo, que se
encomendaba a las oraciones de la Archicofradía, y añadió: “La pobre alma que
en su aflicción os dirige la presente carta no se halla ahora en este templo;
pero tal vez algunos de los que me escuchan, podrán hallar en lo que ella ha
sido un retrato fiel de sus desórdenes, y se han de persuadir de que Dios los
llama a penitencia por mis labios.”
Al oír estas palabras, que parecían
dirigidas a mí, sentí un estremecimiento que no pude evitar, y mi corazón se
agitaba con violencia; las lágrimas inundaron mi rostro; la gracia obraba en mi
alma suave y eficazmente, haciéndome comprender toda la profundidad del abismo
en que me hallaba; pero en mi insensatez temía ser oída con exceso; temía verme
convertida… Sin embargo, la gracia pudo más que mi obstinación; y mi espíritu,
tanto tiempo encorvado hacia la tierra, se elevó hacia Dios, y la voz de la
inmortalidad, como recogida hasta entonces en los pliegues secretos de mi
corazón, hizo llegar sus ecos hasta los más recónditos senos de mi alma. Me
postré entonces a los pies de la Santísima Virgen; y esta fue la primera vez
que oré, después de siete años de vida criminal. Aquél fue el momento dichoso
en que sentí desatarse, romperse y desaparecer las cadenas que hasta entonces
habían amarrado mi corazón al poste de las pasiones criminales. La incredulidad
cedió el lugar a las esplendorosas luces de la fe: ya no solo creía en todo,
sino que me parecía ver con mis propios ojos las verdades más sublimes de la
religión. De tal suerte me penetró esta luz divina que por unos instantes dudé
de si yo era la misma, porque todo había cambiado, pensamientos, deseos e
inclinaciones.
¡La confesión debía poner el sello a
esta transformación; y no es mi pluma capaz de traducir cuanta fue entonces mi
felicidad, y cuán suave es el bálsamo que vierten sobre el corazón herido las
lagrimas penitentes!
“Gloria a voz! ¡Oh María, mi dulce y
soberana Libertadora!”
Hasta aquí la carta. Lo que María hizo
a favor de esa pobre alma, que iba en camino de perdición, está dispuesta a
hacerlo a favor de todos los pecadores, si la invocan con confianza. No en vano
ha recibido de la Iglesia el título de Refugio
de los pecadores.
JACULATORIA
Libradme, ¡oh Virgen bendita!
Del pecado que a mi alma
Hará de Dios enemiga.
ORACION
¡Oh María! ¡Virgen purísima e
inmaculada! Cuán dulce nos es mirar en vos a la mujer bendita, única entre los
hijos de Adán, a quien respetó el torrente del pecado, que a todos nos envolvió
en sus ondas emponzoñadas. ¡Cuán dulce es a vuestros hijos amantes contemplaros,
oh Madre querida!, más bella que el rayo del alba, sin que jamás soplo alguno
haya empañado el purísimo cristal de vuestra alma. Jamás un hijo puede ser
indiferente a la gloria y grandeza de su madre; por eso nosotros vuestros
hijos, os enviamos hoy nuestras ardientes felicitaciones por el singular
privilegio de haber sido preservada de la culpa original. Porque fuisteis pura,
el Padre os adoptó por hija, el Verbo os escogió por madre, y el Espíritu Santo
puso en vuestro dedo el anillo de esposa. Por eso los ángeles os aclaman su
reina; las vírgenes deponen a vuestros pies sus coronas; los profetas bendicen
vuestras grandezas y los apóstoles publican vuestra gloria. Por eso los
peregrinos de la vida os invocamos con filial confianza desde nuestro
destierro, y por eso todas las generaciones y todos los pueblos os llaman
bienaventurada. Permitid ¡oh Madre del amor hermoso y de la santa esperanza!,
que en este día, en que recordamos la más excelente de vuestras prerrogativas,
elevemos a vos nuestras plegarias suplicantes, pidiéndoos nos alcanéis la
gracia de vivir y morir en la inocencia y pureza de nuestras almas. Vos que
amáis tanto la pureza, simbolizada en el blanco lirio que llevamos en homenaje
a vuestras plantas, apartad de nosotros el soplo corruptos del mundo y
preservad a nuestra alma de dolorosas caídas, a fin de que, siendo siempre
amigos de Dios en la tierra, cantemos un día vuestras alabanzas en el cielo.
Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1. Rezar
siete Salves en honra de la Concepción Inmaculada de María.
2. Abstenerse,
por amor a María, de todo acto de impaciencia o de ira.
3. Hacer
una piadosa visita a la Santísima Virgen en algún santuario en que se la venere
o delante de una imagen suya, pidiéndole que interceda por el triunfo de la
Iglesia sobre sus perseguidores.
ORACION FINAL
PARA TODOS LOS DIAS
¡Oh
María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos
a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros
corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un
nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que
confunda a los enemigos de su Iglesia y que en fin, encienda por todas partes
el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las
tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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