DIA VIGÉSIMOQUINTO DEL SANTO EJERCICIO DEL MES DE MARÍA
DIA 02 DE DICIEMBRE DIA VIGÉSIMOQUINTO
del SANTO EJERCICIO DEL MES DE MARÍA
ORACIÓN INICIAL
PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh
María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro
nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras
manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís
nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
CONSIDERACION
Cuando el hombre levanta al cielo sus ojos
llorosos, por grande que sea el abismo de iniquidad o de desgracia en que haya
caído, encuentra allí la imagen amorosa de un Padre que le inspira valor y
confianza. Pero Dios, que se complace en que nuestros labios lo invoquen,
diciéndole: Padre nuestro que estás en los cielos, nos señala también a
su lado la imagen de una Madre que sonríe llena de amor: esa imagen es la de
María.
Así convenía que sucediese, porque la
paternidad va siempre unida a la de maternidad. Donde existe un padre hay
también una madre. La gran familia de los hijos de Dios no podía carecer de un
bien que es común a la familia terrestre: el amor de una madre. Nada hay en el
mundo que pueda reemplazar dignamente el amor maternal; su ausencia deja en el
corazón de los hijos un vacío que ningún otro amor puede llenar. Es cierto que
el amor de Dios satisface cumplidamente las aspiraciones del corazón; pero el
amor de María es un afecto que hace brotar en el alma la más grata ternura y la
más dulce confianza, y alejando todo temor, abre el corazón de los hombres a la
más halagüeña esperanza.
He ahí por qué Dios ha querido que tuviésemos,
no solamente una madre en el mundo, sino también una madre en el cielo. Próximo
a expirar en la cruz, quiso Jesús darnos una última y suprema manifestación de
su amor. Pero ¿qué podría darnos en el estado a que la perfidia de los hombres
lo había reducido? Desnudo de todo bien terreno, sin poder poseer ni siquiera
la túnica que había vestido durante su vida, lo único que le quedaba era su
madre que lloraba afligida al pie de la cruz de su sacrificio. Y después de
habernos dado toda su sangre, después de haberse dado a sí mismo en el
Sacramento de nuestros altares, Jesús moribundo, lanzando sobre el mundo una
última mirada de amor y de misericordia, nos lega a María por madre en la
persona de su amado discípulo, diciéndole: He ahí a tu Madre, después de
haber dicho a María: He ahí a tu hijo, señalando al discípulo. ¡Oh!
Mujer afligida, le dice, a quien un amor infortunado os hace experimentar tan
rudos sufrimientos, esa misma ternura de que estáis llena por mí, tenedla por
todos los redimidos con mi sangre, representados en la persona de Juan; amadlos
como me habéis amado a mí.
Después de estas palabras, Jesús inclina su cabeza
sobre el pecho y muere. Parece que faltaba el último sello de la salvación del
mundo, que consistía en hacer a los hombres el precioso legado del corazón de
su madre. ¡Ah! si los últimos encargos
de un hijo moribundo son tan sagrados para una madre, ¿cómo dudar de que María
nos aceptase por sus hijos después de la tierna recomendación de Jesús
agonizante? Sí, nuestra adopción de hijos es tanto más amada para ella, cuanto
más cara le ha costado. Ella sacrifica, por salvarnos, a su Hijo único, y
prefiere verlo expirar en un mar de tormentos a vernos a nosotros perdidos. Dos
hijos tuvo María: el uno inocente y el otro culpable; pero con tal de salvar al
culpable consiente en entregar a la muerte al inocente. ¿Puede concebirse un
amor más tierno y desinteresado? ¿Puede exigírsele una prueba más elocuente de
su amor por los hombres? Como si esta fineza no bastara a convencernos de su
amor, no cesa de añadir nuevos y brillantes testimonios de maternal afecto. No
hay miseria que esté pronta a remediar, no hay necesidad que no satisfaga, no
hay lágrimas que no enjugue ni dolor que no temple. María está sentada en un
trono de misericordia, dispuesta siempre a escuchar el grito de nuestras
necesidades; ella depone a los pies de su Hijo la ofrenda de nuestras lágrimas,
y para hacer de ellas un holocausto más valioso, las mezcla con alguna de las
que ella derramó al pie de la cruz.
¡Ah! ¿quién no amará a tan tierna Madre? Su
amor es el consuelo más dulce de la vida; ese amor hace gustar en medio de los
trabajos y amarguras del destierro, las primicias de la felicidad eterna. “¡Que
consuelo, exclama Tomás de Kempis, no debéis encontrar en medio de las penas de
la vida, en las entrañas de aquella en quien se ha encarnado la misericordia y
a quien el Salvador ha colocado a su diestra para hacer de ella la dispensadora
de todas sus gracias!”.
EJEMPLO
La vuelta de un pródigo
En un hermoso día de primavera acababa de
pasearse la imagen de María por entre sendas de flores y arcos triunfales en un
pueblo situado al sur de Francia. Terminada la fiesta religiosa, el párroco se
había retirado a su casa para terminar en el silencio de la oración un día
lleno de dulces y santas emociones; ponía fin al rezo divino con el Salve
Regina, cuando oyó que llamaban a su puerta. En el umbral de esta puerta,
que nunca se cierra, apareció un joven sombrío y taciturno que con acento
tembloroso dijo al sacerdote: - No tengo el honor de conoceros; pero sé que
sois el padre de todos y en especial de los desgraciados. Este título me da
derecho para importunaros, viniendo en solicitud del auxilio de vuestro sagrado
ministerio. – Decid lo que queráis, hijo mío, le dice con bondad paternal el
sacerdote; que las horas más felices del párroco son aquellas en que le es dado
endulzar las amarguras de la desgracia. Dios nos hace a menudo testigo de
resurrecciones inesperadas. Ministro de Aquél que llamó a Lázaro de la
podredumbre del sepulcro, estamos siempre dispuestos a sacar las almas del
cieno de la culpa y restituirlas a la vida de la gracia.
Al oír estas palabras, el joven pareció
reanimarse, y un rayo de alegría surcó su frente pálida.
-Yo, dijo en seguida, soy uno de esos
desgraciados que naufragan desde temprano en la corriente de las pasiones,
olvidando las enseñanzas de una madre cristiana y el respeto que se debe a un
nombre ilustre. Llegado a esa edad en que las pasiones alborotan el corazón, me
dejé arrastrar de pérfidos consejos, y pronto hube de reconocer que un abismo
llama a otro abismo. Irritado por las reconvenciones saludables de mi virtuosa
madre, resolví alejarme y dar libre curso a mis ilusiones juveniles. Mi padre
puso en mis manos una considerable cantidad de dinero, para que viajase por los
Estados Unidos de Norte América, de los que tan lisonjeras alabanzas había oído
a mis compañeros de placer y de desórdenes. Mi madre lamentó profundamente esta
resolución; porque Dios ha concedido al amor de las madres cierta luz e
intuición profética sobre el porvenir de sus hijos. Ella me siguió con sus
oraciones derramadas sin cesar a los pies de María y con sus cartas llenas de
conmovedoras exhortaciones.
No necesito deciros que esta libertad me fue
funesta, y amaestrado ahora por dolorosa experiencia, yo diría a todas las
madres que no permitiesen viajar solos a sus hijos en la edad de las ilusiones.
Me establecí por algún tiempo en Washington, donde mi vida transcurrió entre
partidas de placer y de disolución.
Un día arriesgué en el juego todo el dinero
que me quedaba; y de improviso me vi sumido en la mayor miseria, en tierra
extraña y sin recurso para volver a mi patria. En esta situación fui a ver al
capitán de un buque francés para que me recibiera en su nave sin pagar flete,
lo que no me fue concedido sino a condición de que fuese en la tripulación como
criado.
Aunque esto era para mí en extremo humillante,
hube de aceptarlo; y vistiendo el traje de marinero, comencé a trabajar con los
demás.
Pero no era esta ni la única ni la mayor
desgracia que me acarrearon mis locos devaneos. En nuestro viaje de regreso nos
asaltó una furiosa tempestad a las alturas de las islas Azores. Gruesas nubes
se amontonaron sobre nuestras cabezas y el mar levantaba montañas de agua. Un
huracán deshecho rompió nuestro palo mayor, y la nave, falta de gobernalle, fue
a estrellarse contra enormes rocas. En aquel angustioso momento, imploré,
postrado de rodillas sobre cubierta, a Aquella que es llamada Estrella de la
mañana, prometiéndole que, si libraba de aquel peligro, pondría fin a mis
desórdenes. Entonces me lancé al mar asido de una tabla, y por espacio de
veinticuatro horas floté a merced de los vientos y las olas. Quiso mi buena
protectora que pasase cerca de mí un barco americano que iba en dirección a
Marsella, y me recogiesen a bordo.
Vengo, pues, a cumplir mi promesa, postrándome
a vuestros pies para confiaros los secretos de mi conciencia. Dignaos abrirme
las puertas del cielo y derramar sobre mi alma, con la santa absolución, una
gota de esa dulce paz que hace quince años que no he gustado…
La bondad maternal de María devolvía a un
nuevo pródigo al doble regazo de la religión y de la familia.
JACULATORIA
Madre de Dios, madre
mía
Un hijo amante te
invoca,
Ven en mi auxilio ¡oh
María!
ORACION
DE SAN FRANCISCO DE
SALES A LA SANTISIMA VIRGEN CONSIDERADA COMO MADRE.
Yo os saludo, dulcísima virgen María Madre de
Dios, y os escojo por madre querida. Os suplico me aceptéis por hijo y servidor
vuestro, porque yo no quiero tener otra madre sino a vos. No olvidéis ¡oh mi
buena, graciosa y dulce madre! Que soy vuestro hijo y una criatura vil y
miserable. Dirigidme en todas mis acciones, porque soy un pobre mendigo que
tengo extrema necesidad de vuestro socorro y protección. Santísima Virgen, mi
dulce madre, hacedme participante de vuestros bienes y de vuestras virtudes,
principalmente de vuestra santa humildad, de vuestra virginal pureza y de
vuestra encendida caridad. No me digáis ¡oh María! que no podéis hacerlo, porque
vuestro amado Hijo os ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. No me
digáis tampoco que no debéis hacerlo, porque vos sois la madre común de todos
los pobres hijos de Adán y especialmente la mía. Y si sois madre y reina
poderosa, ¿qué os podría excusar de prestarme vuestra asistencia? Acceded,
pues, a mis súplicas, escuchad mis gemidos y concededme todos los bienes y
gracias que sean del agrado de la Santísima Trinidad, objeto de mi amor en el
tiempo y la eternidad. Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1. Incorporarse
en alguna cofradía que tenga por objeto honrar a María bajo alguna de sus
consoladoras advocaciones.
2. Abstenerse
de todo acto de impaciencia o de ira.
3. Rezar
el oficio parvo de la Santísima Virgen, pidiéndole que nos conceda su
protección durante la vida y en especial en la hora de la muerte.
ORACION FINAL
PARA TODOS LOS DIAS
¡Oh
María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos
a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros
corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un
nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia y que en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia y que en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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