Ricardo G. Villoslada contempla, después de examinar el origen histórico de la Inquisición Medieval y sus primeras actuaciones, la forma en que la Inquisición realizaba sus funciones, sus métodos, sus procedimientos -como dice el título-.
Jesús Hernández
Hay que advertir que los procedimientos de la Inquisición, cuyas normas generales se codificaron en el libro 5 de las Decretales y en las Clementinas, se fueron puntualizando más y desenvolviéndose paulatinamente por obra de los grandes inquisidores, que pusieron por escrito el resultado de sus experiencias.
Por eso lo que digamos -siguiendo principalmente la Practica inquisitionis, de Bernardo Gui, y el Directorium inquisitorum de Nicolás Eymerich, no se ha de creer que estuviese vigente desde primera hora. Hubo tanteos y retrocesos, y no en todas partes se procedió de igual modo.
1. Objeto de la Inquisición y sus procedimientos
Empecemos por determinar el objeto acerca del cual versaba la Inquisición y el juicio de los inquisidores. Al principio, sólo se habla de la herejía, y entre los herejes que se nombran están las sectas de los cátaros y albigenses, valdenses y pobres de Lyon, passaginos, josefinos, speronistas, arnaldistas, pseudoapóstoles, luciferianos, begardos y benguinas, hermanos del libre espíritu, etc. Los judíos no eran perseguidos mientras observaran religiosamente la ley mosaica, sino sólo cuando se convertían falsamente al cristianismo, conservando sus antiguos dogmas o cuando apostataban de la nueva religión.
Lo que la Inquisición perseguía y condenaba era el acto externo y social, la profesión externa de una creencia anticristiana y su difusión proselitista.
Como sospechosos de herejía, sometidos por tanto a juicio e inquisición, se consideraban los que conversaban frecuentemente con los herejes, los que escuchaban sus predicaciones, los que los defendían, ocultaban o no denunciaban, y los excomulgados que, al cabo de un año, no procuraban obtener la absolución.
Además del crimen de herejía era castigado todo lo que de alguna manera, saperet haeresim, tuviese sabor herético; de ahí los procesos contra los que practicaban sortilegios y pactos demoníacos, contra las brujas, adivinos, hechiceros, nigromantes, etc. (J. Hansen, Zauberbahn, Inquisition und Hexenprozess im Mittealalter, Munich, 1900)
Desde el siglo XIV se incluían igualmente ciertos crímenes de derecho común, como usura, adulterio, incesto, sodomía, blasfemia, sacrilegio.
2. Preparativos del proceso
El inquisidor, recibida la delegación pontificia, se trasladaba al lugar sospechoso de herejía, presentaba sus credenciales al señor del país o de la ciudad, le recordaba sus credenciales al señor del país o de la ciudad, le recordaba su deber de ayudar a la Inquisición, y le pedía letras de protección y algunos oficiales. En los primeros tiempos hacía una gira por pueblos y ciudades donde esperaba descubrir herejes, pero pronto se vió que tal viaje de exploración era muy peligroso, porque podía ocurrir lo que al inquisidor Guillermo Arnault, que en 1242 fue asesinado con todos sus compañeros.
En la ciudad escogida se constituía la corte o tribunal inquisitorial, formado por el inquisidor y sus auxiliares. El inquisidor tenía derecho a nombrarse un vicario o sustituto, que le ayudaba haciendo sus veces en muchas de las funciones judiciales. Tenía también a su lado un socio, religioso de su propia Orden, que le acompañaba, sin poder jurídico alguno. Venía luego el cuerpo de boni viri, oficiales subalternos, jurisperitos, lo mismo laicos que eclesiásticos, encargados de examinar las piezas del proceso, testimonios, defensas, etc., para ilustrar a los jueces. El oficial más importante era el notario, que ponía por escrito los interrogatorios, redactaba las actas y demás documentos oficiales, legalizaba las denuncias y anotaba cuanto fuese útil al proceso. Por fin, al servicio de la Inquisición estaban otros ministros o comisarios, espías,esbirros, carceleros, todos con juramento de guardar secreto.
Constituído el tribunal, o mientras se constituía, el inquisidor hacía un sermón público, en el que promulgaba dos edictos: el edicto de fe, intimando a todos los habitantes de la provincia a denunciar a los herejes y a sus cómplices, sin perdonar a los propios parientes y familiares; y el edicto de gracia, concediendo un plazo de quince a treinta días (tempus gratiae), durante el cual todos los herejes podían obtener el perdón facilísimamente, mediante una penitencia canónica, como en la confesión. Los que no compareciesen espontáneamente tendrían que atenerse a sanciones gravísimas.
En este tiempo se activaba la pesquisa o búsqueda de los herejes y sospechosos de herejía (causa per inquisitionem), se recibían las denuncias de los particulares (per denuntiationem) o la razonada acusación del fiscal, cuando la causa era per accusationem.
3. Desarrollo del proceso
Expirado el plazo o tiempo de gracia, se abría el proceso, citando ante el tribunal del Santo Oficio a todos los culpables y sospechosos. La citación se hacía una, dos y aun tres veces por medio del sacerdote del lugar, o por aviso a domicilio, o desde el púlpito en la misa del domingo. Si los citados no comparecían, ni siquiera por procurador, o hacían resistencia, o emprendían la fuga, agentes civiles se encargaban de arrestarlos; si ya estaban en la cárcel, los esbirros los conducían ante el tribunal.
En el centro de la sala se alzaba una larga mesa (mensa Inquisitionis), en cuyos extremos se sentaban el inquisidor y el notario. Colgado en una de las paredes se veía un gran crucifijo. Al acusado se le notificaban los cargos que había contra él, descubriéndolo los nombres de los acusadores, siempre que no hubiese peligro de represalias de parte del reo o de sus amigos y parientes. El acusado juraba sobre los evangelios decir la verdad pura y entera, tam de se quam de aliis; si no lo hacía, se agravaban las sospechas que había contra él, tanto más que el juramento lo repudiaban casi todas las sectas de entonces. Si era culpable y lo confesaba, la causa se concluía pronto.
Generalmente negaba su culpabilidad. Entonces, como nadie podía ser condenado sin pruebas claras, y como en los casos de inquisición o pesquisa oculta, sólo la confesión del reo era prueba clara y evidente, inducíales el inquisidor a confesar paladinamente, ora arguyéndole, ora haciéndole promesas de libertad, o por el contrario, amenazándole con la muerte y encerrándolo en la cárcel, en la cual unos días le reducía el alimento, otros le enviaba compañeros, máxime si eran conversos, que le persuadieran a confesar la verdad. También se le aplicaba la tortura, como en seguida diremos.
La audiencia y deposición de los testigos no era pública. Aunque la delación obligaba incluso a los parientes, disputaban los doctores sobre si un hijo debía o no denunciar a su padre cuando éste era hereje oculto. De hecho tales casos se dieron. Y hoy nos produce tristeza leer que un niño de diez y de doce años acusó a sus propios padres. Por otra parte consta que varones expertos pesaban el valor de los testimonios, los cuales se consideraban inválidos cuando provenían de enemigos del acusado, o cuando el testigo no ofrecía garantías morales.
El acusado tenía derecho a defenderse respondiendo a las acusaciones. Aun a los muertos se les otorgaba ese derecho, que podía ser ejercitado por sus hijos y herederos. Es verdad que en ciertos documentos se excluye el uso de abogado defensor, y a ellos parece atenerse Bernardo Gui, pero en otros muchos se habla de haber actuado uno y dos abogados, ayudándole al reo en cada fase del proceso; y Nicolás Eymerich dice que no se le debe privar de las defensas de derecho, sino que se le debe conceder un abogado y un procurador.
A las audiencias, sin embargo, no asistía el abogado. También entraba en los derechos del acusado rechazar el juicio del inquisidor para atenerse al del vicario, y apelar al obispo e inclusive al Papa, no contra la sentencia sino contra el procedimiento. Y más de una vez se le dió en Roma la razón al acusado, según demuestra J. Vidal en Bullaire de l´Inquisition francaise au XIV siecle (París, 1913).
4. La sentencia
Hasta que se dictaba la sentencia solía quedar el reo en libertad, bajo juramento -pues no había prisión puramente preventiva- de estar a las órdenes del inquisidor y de aceptar la pena que se pronunciase contra él, saliendo fiadores, entre tanto, algunos de sus amigos y familiares.
El inquisidor no era un juez arbitrario y despótico. Deliberaba largamente con el obispo, consultaba a sus asesores ordinarios, que a veces eran más de treinta personas, y a otros jurisperitos ocasionales, todos los cuales, después de jurar que obrarían conforme a la justicia y a la voz de su conciencia, se pronunciaban sobre la naturaleza del delito y el grado de culpabilidad. Este juicio, de valor puramente consultivo, era comúnmente aceptado por el inquisidor y por el obispo. La sentencia, naturalmente, variaba según los casos.
Si no se demostraba que realmente el acusado era culpable, se le absolvía y liberaba inmediatamente. Si existían graves indicios acusatorios, pero él se empeñaba en afirmar su inocencia, se le sometía a la vexatio y aun al tormentum. Consistía la vexatio en el encarcelamiento más o menos riguroso, con cadenas en manos y pies, reducción del alimento, etc.
Cuando ningún otro medio bastaba, se empleaba la tortura. Por más que el Papa Nicolás I en 866 había reprobado la tortura aun en las causas no religiosas, de hecho se practicaba en los tribunales del medioevo, o a lo menos la flagelación. También se habían introducido las ordalías, de origen germánico, repudiadas constantemente por los Papas a causa de su carácter supersticioso y bárbaro. Con el renacer del Derecho Romano, los legistas restablecieron la antigua tortura. Y fue Inocencio IV quien, movido por la ventaja de acelerar el proceso, dio el desgraciado paso de aceptar en los tribunales eclesiásticos la tortura que ya se aplicaba en los civiles. Dio su autorización en la bula Ad extirpanda (15 de mayo de 1252), con la condición de que se evitase el peligro de muerte y no se cercenase ningún miembro.
Los tormentos eran, además de la flagelación, el potro, ecúleo o caballete, en que se le distendían los miembros, hasta dislocarle a veces los huesos; el trampazo o estrapada (in chorda levatio), el brasero con carbones encendidos y la prueba del agua. Estaba mandado que más de media hora no durase la tortura; si en ella no confesaba, debía ponérsele en libertad, aunque imponiéndole la abjuración del error. Y si confesaba, la confesión en tales circunstancias no merecía entera fe, por lo cual se le interrogaba, libre ya de toda constricción violenta, si confirmaba lo dicho. Hay que advertir que el empleo de tortura era poco frecuente.
En los casos en que contra el acusado no había más que leves sospechas (leviter suspectus), se le hacía abjurar la herejía y cumplir una penitencia, la cual era más grave cuando el reo era vehementemente sospechoso (vehementer suspectus), y mucho más si era violenter suspectus, en cuyo caso se le imponían ciertos castigos y humillaciones, como disciplinas y presentarse en la iglesia en las fiestas solemnes con cruces de tela colorada cosidas sobre el vestido, o bien la prisión perpetua.
Había dos clases de prisión: la de muro estrecho, que era un angosto calabozo, y la de muro ancho, cárcel holgada con claustros y patio donde pasear. En casos de enfermedad y en otras ocasiones de conveniencia familiar se le permitía pasar algunas temporadas en su casa.
Si el reo confesaba ante el juez su culpa y se arrepentía de ella, se le obligaba a hacer abjuración formal de la herejía, y se le recibía en la Iglesia ad misericordiam, imponiéndole penas semejantes a las del violenter suspectus. Si era relapso o recidivo, la Iglesia no aceptaba en el foro externo su posible arrepentimiento, y lo abandonaba al brazo secular, al cual se le comunicaba la sentencia inquisitorial con el ruego de que la mitigase. En realidad, como dijimos, esta súplica de benignidad era pura fórmula. La sentencia civil era siempre de muerte.
Si el reo confesaba su crimen, pero obstinándose en él, se le recluía en prisión rigurosa, con cadenas, sin más trato que con el carcelero, el inquisidor y unas pocas personas que venían a exhortarle a la conversión. Al cabo de seis o doce meses de tales pruebas, si se convertía, se le aplicaba el castigo de los confesos y arrepentidos, pero si no, se insistía de nuevo hasta que finalmente se le entregaba al brazo secular.
El sortilegio, la magia, la invocación de los demonios, eran pecados que se castigaban incluso con prisión perpetua; los sacrilegios contra la Eucaristía merecían prisión temporal y pena de llevar sobre el pecho y la espalda la imagen de una hostia en tela amarilla. Todas las penas pronunciadas por la Inquisición eran medicinales, y con frecuencia se mitigaban, carácter vindicativo sólo tenía la pena de muerte.
5. El auto de fe o "sermo generalis"
El último acto del proceso era el sermón general, llamado sermo fidei. En España se dirá más tarde auto de fe, tomado de la expresión portuguesa auto da fe, que ha pasado a otras lenguas. Los más importantes enemigos de la Inquisición lo pintan como una fiesta de fanatismo, hogueras y sangre. En realidad, en el auto de fe no había hogueras ni verdugos. Por la mañanita, después de darles de comer a los sentenciados, se les conducía a casa del inquisidor, mientras repicaban las campanas de la catedral.
Iban, rapada la barba y cortados los cabellos, llevando jubón y calzones de tela negra, listada de blanco, encima el sambenito y capotillo, diverso según los reos, y en la cabeza una especie de mitra, coroza o capirote. Leídos los nombres de los reos, empezaba a desfilar la procesión, precedida de los frailes predicadores con el estandarte del Santo Oficio, hasta la Iglesia o plaza señalada. Inmensa multitud de pueblo se agolpaba a contemplar el auto de fe. En el altar mayor ardían seis cirios. En un trono lateral se sentaban los eclesiásticos, es decir, el inquisidor con sus auxiliares; en otro frontero, las autoridades civiles. En un banco de en medio, los reos acompañados de sus fiadores. Si era temprano, se celebraba la santa misa. Un predicador desde el púlpito pronunciaba el sermo fidei
A excepción del último suplicio, las demás penas se aplicaban con relativa benignidad, y frecuentemente se conmutaban o suavizaban por motivos de buena conducta, enfermedad, vejez, petición de los parientes. En cuanto a la pena capital, la Iglesia la difería y retardaba todo lo posible, con la esperanza de que el reo finalmente se arrepintiese, mas si lo veía obstinado y contumaz, permitía que se le aplicase la ley civil. Cuando el condenado a muerte era sacerdote, primero sufría la degradación.
No se crea que las condenaciones a muerte fueron muy numerosas. Según cálculos exactos de Mons. Douais, en los dieciocho sermones generales o autos de fe, que en el espacio de quince años (de 1308 a 1323) presidió el inquisidor Bernardo Gui, pronunció 930 sentencias, de las cuales sólo 42 fueron de pena capital, las absoluciones con libertad inmediata fueron 139 y 307 fueron de cárcel. Ascendían a 90 las penas dictadas contra personas ya difuntas. De las penas restantes, varias de las cuales podían recaer en una misma persona, la mayoría eran penitencias como pereginar a Tierra Santa, militar contra los sarracenos, llevar cruces distintivas en el vestido.
6. Juicio sobre la Inquisición
Si la Inquisición parece un medio duro y violento, téngase en cuenta los siguientes cuatro puntos:
1) Que hacía falta un reactivo enérgico y un esfuerzo supremo para librarse de aquel contagio moral que amenazaba a la sociedad cristiana.
2) Que la iniciativa y el primer impulso procedió de los príncipes seculares, los cuales tenían el deber de defender la paz de sus estados.
3) Que la Iglesia, al instituir la Inquisición, regularizó y dió forma más jurídica y humana a los precipitados y bárbaros suplicios a que estaban expuestos los herejes por parte del pueblo y los reyes.
4) Que el Tribunal de la Inquisición fue el más equitativo de los tribunales, señalando un verdadero progreso en la legislación penal, incluso en el modo de emplear la tortura.
Además, ha de advertirse que entonces todos los tribunales imponían a cualquier clase de delincuentes castigos tan enormes, que hoy nos parecen excesivos e injustos. la sensibilidad de aquellos hombres estaba mucho más embotada que la nuestra; el ver morir entre las llamas a un reo, aunque fuese un niño o una mujer, no les intranquilizaba el ánimo, con tal que la pena fuese justa, y para el hombre medieval, de creencias tan inconmovibles, nadie merecía tanto la muerte como el que se alzaba contra la fe cristiana, fundamento de aquella sociedad.
Se ha hablado y escrito mucho contra la Inquisición. Lo que hay que procurar es comprenderla históricamente. ¿Que sus métodos resultarán siempre antipáticos? Pero lo mismo habría que decir de la policía de todos los estados, y sin embargo la juzgamos necesaria. Protestantes y liberales despotricaron un tiempo contra la Inquisición, no por otro motivo sino por ser católica y eclesiástica, olvidando que la Inquisición de Calvino, y de Isabel o Jacobo I de Inglaterra fueron más fanáticas, crueles e injustas. Y en nuestros días hemos padecido inquisiciones laicas incomparablemente más inhumanas.
Una cosa buena tuvo la Inquisición medieval: que con unas cuantas penas de muerte evitó mortandades mayores y revoluciones sangrientas, que hubieran atormentado a Europa por efecto del caos religioso.
También hay que confesar -no contra la institución sino contra las personas-, con honestidad, que en ocasiones tribunales de la Inquisición cometieron errores y aun injusticias indignantes, sobre todo cuando se ponían al servicio de una causa política. Ahí están la condenación de los Caballeros Templarios, y más tarde, de Santa Juana de Arco.
sobre la fe y la herejía, y a continuación se proclamaba la indulgencia de los reos que ya habían cumplido la penitencia, a otros se les hacía abjurar públicamente de sus errores, y se promulgaban las sentencias, empezando por las más suaves: ayunos, diversas obras pías, multas en dinero, peregrinaciones, cruces en el vestido, cárcel y entrega al brazo secular.
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