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SANTA ENGRACIA Y COMPAÑEROS MÁRTIRES
Jamás hubiérase creído ver en una débil doncella tanto valor y firmeza tan extraordinaria. “Tú sola, entre la innumerable muchedumbre de mártires que engrandecieron nuestro suelo, ofreciste el pasmoso y singular espectáculo de un cuerpo que sobrevivía a sí mismo. Nuestros mismos ojos vieron una parte de tu hígado, pegado todavía a las uñas de hierro que le separaran de lo demás. La muerte, a quien faltó permiso para arrancarte la vida, se apoderó de cuanto pudo arrebatarte, llegando a estar viva y muerta a la vez por una parte de ti misma. Un solo golpe la restaba para triunfar de ti, cuando, derramándose un dulce sueño por tus desgarrados miembros, mitigó momentáneamente tus dolores. Eran, empero, tantas tus llagas, tan activo era el fuego que encendieron en tus venas, que tus padecimientos no tuvieron fin hasta que el tiempo hubo consumido la sangre corrompida que las inficionaba. Pero aunque el tirano envidioso de tu gloria, detuvo el brazo al tiempo de ir a darte la muerte, no por eso te robó la corona del martirio”.
Así se expresa, refiriéndose a Santa Engracia, el exquisito poeta Prudencio.
Engracia, inicia, por decirlo así, la serie de mujeres admirables con que justamente se enorgullece Zaragoza. Poco importa que esta Virgen naciera en Portugal como aseguran algunos historiadores. Portuguesa o Zaragoza, era española; pues Lusitania en la época a que hace referencia la presente vida, pertenecía a nuestro reino. Y, además, a la invicta ciudad de Zaragoza, jamás puede arrebatársele la gloria de que en su suelo se consumara el martirio de aquella ilustre heroína de la fe, cuyas veneradas cenizas, juntamente con las de otros abnegados confesores de Cristo, guarda como el tesoro más preciado después de su célebre Pilar, la gran ciudad que arrulla constantemente el Ebro…
¡Ebro! Famoso río que cruzas majestuoso, besando el suelo de Aragón: dinos, reséñanos las proezas de que una y cien veces fuiste testigo; adquiera tu undosa lengua cristalina el son articulado del humano discurso, y cuéntanos el sacrificio de aquellos mártires sublimes que ofrendaron su sangre a Cristo, tiñendo el caudal de tus transparentes aguas… Habla Ebro, y descríbenos la casta figura de la virgen Engracia, cuyo puro semblante, más de una vez viste en el cristal de tu corriente límpida. ¿No remembraba su faz, la púdica expresión de los capullos de rosas entreabiertos? ¿No irradiaban sus pupilas el manso destellar de los clarores lunares? ¿En sus labios, no se desleía la vaga y dulce sonrisa de un celestial recreo presentido…?
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(CONTINUARÁ… Página 327)
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