3 abr 2012

Santoral (Santa María Egipcíaca)

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José_de_Ribera_040SANTA MARÍA EGIPCÍACA
Aquella horrible escena que cortó el paradisíaco idilio e incoó la espantosa tragedia universal; aquella intrusión de la infernal serpiente que, rastreando, impregnó con su pestífera baba el aromoso tapiz del Paraíso; aquella seducción maldita que hundió en el abismo de la culpa a nuestros primeros padres, puestos por Dios para gozar eternamente de las venturas del Edén; todo aquel daño que socavó los cimientos de la felicidad verdadera, que destruyó el ritmo de las horas dichosas, que rasgó el velo de la dulce inocencia, que manchó el albo traje del espíritu con sus motas de cieno…, se reproduce en nosotros.
¿Quién no rememora con singular delicia aquellas horas de la niñez pasada? ¿Quién no suspira por contemplar de nuevo aquellas plácidas florestas de nuestro paraíso infantil, donde constantemente se mecían las rosas a impulsos de un blando viento, acariciadas por los rayos, nunca inextintos, de amable y bienaventurado sol…? Fue aquel nuestro Edén dichoso, que más tarde perdimos por los halagadores silbos de astutas serpientes…
Llegó la juventud con su cortejo de mentidas ilusiones, y aventó con su cálido soplo las cándidas flores de nuestras almas; flores que al suelo cayeron calcinadas por aquel ardoroso aliento que iba soplando a través de nuestros sentidos, encostrándolos con moléculas ardientes escapadas de los hornos infernales…
¡Piedad para las almas que apresó entre sus anillos seductores la culebra infernal…! ¡Compasión hacia los pobres espíritus que vilmente engañados se arrastran por el fango de sus denigrantes culpas, en vez de desplegar sus alas y remontarse a las puras regiones de los cielos…! ¡Que se desborde el corazón de Dios y fluyan torrentes de amor purísimo sobre la juventud descarriada y loca, sofocando el frenesí de sus inmundas pasiones…! ¡Que olvide Agustín sus devaneos, y fabrique la inmortal ciudad de Dios…! ¡Que María Magdalena abandone su vivir licencioso y caiga a los pies del Salvador divino, para ungirlos primero con un bálsamo de nardos y para secarlos después con las destrenzadas hebras de sus blondos cabellos…! ¡Que ruede el llanto por la tez de los grandes pecadores y sea rocío que haga florecer en ella las encendidas rosas de la vergüenza y el pudor…! ¡Que a la primera etapa de María la Egipcíaca, sucedan días venturosos en que su penitencia relampaguee llenando de célicos resplandores las abruptas soledades de su destierro…!
¡María Egipcíaca…! ¡Santa María Egipcíaca…! Tuvo, como todas las almas, su paraíso; y como todas las almas prestó oídos a la serpiente engañosa, y lo perdió. Pero no salió del florido vergel de su inocencia, como salimos la mayoría de los mortales: poco a poco, lentamente, tornando melancólicos de vez en cuando la mirada a aquellos floridos senderos que dejamos atrás. Ella fue del número de las grandes desgraciadas, que en un momento, casi sin darse cuenta, se ven en medio del fango, lejos de los poéticos jardines que embalsamaron nuestra edad primera. Su alma toda sufrió un espantoso cataclismo: no una, mil serpientes se enroscaron a su cuerpo, escupiendo en cada fibra la ponzoña pestilente, el dardo venenoso de sus abrasadas lenguas. María Egipcíaca era un horno maléfico de lucifereñas ascuas. Llevaba en su pecho todo el fuego que consumió a Cleopatra y Mesalina. La pasión enciende sus ojos, la impudicia marca sus labios, y su frente es un hormiguero de pensamientos que van y vienen a ras de la tierra, trayendo, en vez de la sana y nutritiva simiente del buen trigo, residuos putrefactos de insectillos muertos…
A los doce años abandona su casa de Egipto y marcha a la fastuosa Alejandría, donde por espacio de cuatro lustros vive aherrojada en brazos de la más repugnante depravación. No pecaba por interés, pecaba únicamente por pecar, no pretendiendo más premio del pecado que el pecado mismo. Desde Alejandría marchó a Jerusalén, ávida de enloquecer con sus fementidos encantos a muchos de los que se dirigían a la ciudad santa para celebrar las fiestas religiosas de la Exaltación de la Cruz. Y en Jerusalén vivió como en Alejandría, con el mismo desorden, con la misma impureza, culebreando siempre en el surco de su repugnante sensualidad. Entonces es cuando ocurre el milagro; cuando se desborda la gracia; cuando María, cual nueva Magdalena, se da cuenta del gran cúmulo de sus vergonzosos yerros; cuando llora y se arrepiente; cuando le nacen, arremolinándose en el rostro, las bermejas rosas del pudor…
En cada vida de Santo encontramos enseñanzas provechosas: en la conversión de María Egipcíaca hallamos dos circunstancias notables, por las cuales se patentiza una vez más lo que frecuentemente, por boca de sus ministros, nos predica la Iglesia, a saber: el horror que inspira a Dios el pecado y el gran amor de su Madre, la Virgen, que nunca deja de implorar la divina misericordia, a favor de aquellos desventurados que tuvieron la desgracia de zozobrar en el agitado mar de sus pasiones…
(CONTINUARÁ… pág 53)

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