El talento, como
la virtud, se impone al fin; y pese a las diferencias de partido, a los
antagonismos de secta, a las divergencias de opiniones que entre uno y otro
bando existen, y a la envidia y al despecho de cuantos sin alas para elevarse
pretenden escalar la cúspide de la gloria, el genio, más tarde o más temprano,
logra abrirse camino entre la indiferencia o el desdén de los hombres,
alcanzando el aplauso universal.
Tal ha sucedido
con las glorias de la Iglesia, con los grandes talentos formados al calor de
sus enseñanzas divinas. Ninguna institución tan combatida como la Iglesia: sus
detractores no han perdonado medio para ridiculizarla y zaherirla. Se la ha
vejado en sus dogmas, en sus ceremonias, en sus preceptos, en sus ministros.
Pero el talento, el genio de sus ilustres apologistas, de sus eminentes
defensores, que resplandecía en volúmenes admirables y discursos maravillosos,
no tuvo más remedio que ser reconocido de todo el mundo, aun de aquellos que
militaban en las filas del ateísmo, del materialismo, de la impiedad.
Los nombres de
San Jerónimo, de Crisóstomo, de San Gregorio Magno, de Santo Tomás, de San
Agustín…, sobrenadan por encima de todas las miserias de creencias y partidos,
y son aclamados, alabados cada vez con mayor entusiasmo por los hombres de las
más opuestas doctrinas.
San Isidoro, he
aquí una de las más grandes lumbreras que irradiaron en el cielo de la sabiduría
hispana y en el firmamento de la Iglesia católica. Su nombre se pronuncia con
igual respeto por amigos y adversarios, y en todas las historias de nuestra
genial literatura, sea del autor que sea, se le prodigan justificadamente
alabanzas sin cuento.
Aun en su época,
los mismos arrianos a quienes tenazmente combatió, se vieron precisados a
reconocerle su talento universal. Porque la mente de Isidoro lo abarcaba todo:
igual los abstrusos problemas filosóficos que las risueñas concepciones del
arte; lo mismo los cálculos matemáticos, que las lucubraciones sobre este o aquél
punto de doctrina religiosa, política o social. Era filósofo, teólogo, astrónomo,
botánico, historiador, crítico, poeta… Sus vastos conocimientos comprendían
todas las ramas del saber. Isidoro, el esclarecido Isidoro, se presenta en los
fastos de la historia y descuella entre los grandes genios de los siglos VI y
VII, cual monumento imperecedero de lo que a la religión deben las naciones,
respecto a su cultura, a su progreso y su positiva civilización.
Dos ciudades se
disputan el honor de haber sido las que mecieron su cuna: Sevilla y Cartagena.
Parece que nació en esta población última, donde vivían sus cristianos padres;
mas también puede considerarse hijo de la hermosa capital andaluza, ya que en
ella pasó la mayor parte de su vida –desde los primeros años de su infancia-, y
en ella se educó, estudió, redactó sus luminosos libros y practicó las más
hermosas virtudes. Bien puede considerarse sevillano, quien en Sevilla murió,
después de haber regenteado la Sede hispalense cerca de cuarenta años.
Era San Isidoro
el menor de aquellos ilustres hermanos, glorias de España y de la cristiandad,
que se llamaron San Leandro, San Fulgencio y Santa Florentina. Y para
ponderarle cumplidamente, baste decir que reunió en sí el temple enérgico de
Leandro, arzobispo de Sevilla, la profundidad y lozanía que fulguran en los
escritos de San Fulgencio, y la unción y misticismo de su hermana Florentina.
Su erudición era pasmosa, y de ella nos da prueba su admirable obra De las Etimologías, escrita a instancias
de su discípulo San Braulio, obispo de Zaragoza, y en donde copiosamente se
aportan datos de sumo interés para diversas ciencias y artes. También merece
citarse como modelo de obras eruditas la titulada De los varones ilustres, en la que, a ejemplo de San Jerónimo,
coleccionó a algunos escritores eclesiásticos a partir del célebre Osio, obispo
de Córdoba.
Como dice un
ilustre predicador del siglo pasado* refiriéndose a este Santo, él, cuando
nuestra España gemía en la triste noche de la barbarie y de la ignorancia, fue
uno de aquellos hermosísimos fanales que plugo a Dios colocar en su seno, para
que esparciendo las más puras luces de la doctrina católica, ahuyentase las
negras sombras que enlutaban el horizonte intelectual de sus habitantes. ¿Quién
no se llenará de gozo viendo a Isidoro colocarse al frente de todo cuanto puede
contribuir a la reforma de una sociedad bastardeada por los instintos bárbaros
y corrompida por las costumbres de las varias razas que se habían mezclado en
ella? Isidoro fomenta la ilustración, estimula el talento, protege la ciencia,
levanta el genio de la postración en que yacía sumido por causa de las grandes
revueltas que venía atravesando este infortunado suelo. El no vive más que para
su pueblo; él consagra todos sus trabajos y todas sus vigilias a formarle, a
nutrirle con aquellas sublimes verdades que deben conducirle a su eterna
felicidad. Convencido de que la educación de la juventud es el cimiento de todo
lo útil, establece colegios, academias y seminarios, donde no solamente los jóvenes
de su diócesis sino también de toda España, se forman en letras y en virtud,
bajo la dirección de sabios preceptores. Sin el gran Isidoro, acaso no hubiesen
brillado otros cien genios en ciencias y en santidad, que allí, en las aulas
fundadas por San Isidoro aprendieron a ser sabios y virtuosos.
(CONTINUARÁ… pag
77)
* Del Siglo XIX
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