DIA 18 DE NOVIEMBRE DIA NOVENO DEL
SANTO EJERCICIO DEL MES DE MARIA
DIA DECIMO
DESTINADO
A HONRAR EL DOLOR DE MARÍA EN LA PROFECÍA DE SIMEÓN.
ORACIÓN INICIAL
PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh
María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro
nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras
manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís
nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestras frentes con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
CONSIDERACION
Cuando José y María
penetraban llenos de júbilo en el sagrado recinto llevando las palomas del
sacrificio, un santo anciano llamado Simeón se sintió iluminado por una luz
divina. Bajo los pobres pañales del hijo del pueblo reconoció al Mesías
prometido; y tomándolo de los brazos de su Madre, lo levantó en alto, inundadas
sus rugosas mejillas por lágrimas de gozo. Dirigióse en seguida a María y
después de un largo y triste silencio, le dijo con voz profética: “Tu alma será
traspasada con una espada de dolor”, porque este Niño será el blanco de las
persecuciones de los hombres.
A la luz de esa
siniestra profecía, vio la dolorida Madre el cuadro sombrío de la pasión de su
Hijo. Ella inclinó suavemente la cabeza, como una caña se dobla al soplo de la
tempestad, y sintió que una espada de doble filo se introducía en sus entrañas
de madre. Desde ese momento, toda felicidad concluyó para ella, y aceptando sin
quejarse la disposición divina, acercó sus labios al cáliz que bebería durante
su vida entera. Cuando estrechaba a su Hijo entre sus brazos; las palabras de
Simeón venían a derramar gotas de hiel en la copa de sus goces de madre. No le
fue concedido a María lo que es dado a todas las madres: gozar en paz del amor
de sus hijos e indemnizarse de los rigores de la suerte con una sonrisa de sus
labios entreabiertos por la inocencia. Ella veía a todas horas escrita en la
frente de Jesús la sentencia de muerte que los hombres habían de fulminar
contra Él en recompensa de sus beneficios. Esa idea lúgubre la sorprendía en el
sueño, la molestaba en las vigilias, la perseguía durante de el trabajo y la
perturbaba durante las escasas horas del descanso. ¡Ah! la túnica de Jesús,
tejida por sus propias manos, antes de ser teñida con la sangre de su Hijo, fue
empapada en las lágrimas de la Madre.
Los tormentos de los
mártires, los rigores de los penitentes, las penas interiores de las almas
atribuladas nada tienen de comparable con este dolor. Los mártires sufrieron
por un momento, pero María sufrió durante toda su vida entera. Sin embargo, a
esos presagios siniestros, a esas imágenes sombrías y desgarradoras, ella opone
una fe generosa y una resignación heroica. Adora de antemano los designios de
Dios y saluda con efusión la salvación del linaje humano efectuada por los
padecimientos del Hijo de sus entrañas. Hija ilustre de Abraham, ella se
prepara a trepar a la montaña del sacrificio, a aderezar el altar y a poner
fuego al holocausto. Todo eso era preciso para la salud del mundo y exigido por
la gloria de Dios, y no trepida un momento en sacrificarse con tal de dar cima
a tan gloriosas empresas.
En su largo y
prolongado martirio soportado con tan heroica resignación, María nos enseña a
sufrir y a sobrellevar con alegría la cruz de los pesares de la vida. La
verdadera gloria y el verdadero mérito se fundan principalmente en el
sufrimiento y en la cruz. El sacrificio es la corona y el perfume del amor, y
quien ama a Dios no puede menos que resignarse a los trabajos y penalidades a
que somete la virtud de sus siervos y prueba los quilates de amor que le
profesan. Quien ama a Dios anhela sufrir con Él para darle la prueba de la
firmeza de su amor. Servir a Dios en medio de los consuelos es servirlo por
interés y amarlo sin merecimientos. Por eso las almas amadas de Dios son las
que arrastran una cruz más penosa, porque Él se complace en habitar cerca de
los que padecen. Se engaña quien crea alcanzar el cielo sin sufrir. Después que
Jesucristo y que María alcanzaron el triunfo a fuerza de padecer, ningún
elegido podrá conquistar la victoria sino padeciendo. Si queremos ser los
discípulos de Jesús, es preciso que tomemos su cruz y marchemos sobre sus
huellas ensangrentadas, pues no sería justo que el discípulo fuera de mejor
condición que el Maestro.
El sacrificio es
necesario, porque sin él la santificación es imposible. El hombre que no se
somete a esa ley imperiosa, renuncia a su felicidad, que no puede obtenerse
sino a costa de sufrimiento. Por más que trabajemos, la desgracia y los pesares
nos seguirán a todas partes como nuestra propia sombra. El rey en su trono, el
rico en sus palacios, el labriego en su rústica morada, el menesteroso bajo su
techo de paja están asediados de penalidades. Dios lo ha dispuesto así para que
no nos hagamos la ilusión de que la tierra es el paraíso y de que estpa aquí el
término de la jornada. Y bien, si nadie está exento de padecer, ¿cómo es que no
hacemos provechoso el sufrimiento, aceptándolo con resignación y con espíritu
de penitencia? ¿Cómo es que el dolor nos arranca injustas quejas y nos sumerge en
la desesperación? No nos quejemos y desesperemos cuando vengan sobre nosotros
las olas de la tribulación; levantemos al cielo nuestros ojos llorosos en busca
de consuelo, de resignación y de fuerza; pero al mismo tiempo bendigamos a
Dios, que nos concede los medios más seguros para alcanzar la posesión de la
felicidad y que nos permite de esa manera asemejarnos a Jesús y a María.
EJEMPLO
María,
Arca de paz y alianza eterna.
Uno de los
testimonios más espléndidos de predilección a favor de sus devotos, dados por
María en la serie de los siglos, es la institución del Santo Escapulario del
Carmelo.
Cuando los solitarios
que vivían, desde la más remota antigüedad, en la célebre montaña del Carmelo
se vieron obligados a trasladarse a Europa a causa de las hostilidades de los
Sarracenos, ingresó en su piadoso instituto un varón ilustre llamado Simón
Stock, que bien pronto llegó a ser el mayor ornamento de la Orden.
Deseoso, desde muy
niño, de la perfección evangélica, fue transportado por el espíritu de Dios a
la soledad de un desierto, donde tuvo por celda y santuario la concavidad de un
añoso tronco carcomido por el tiempo.
Treinta y tres años
hacía que moraba, desconocido de los hombres, en aquella apartada soledad,
cuando una revelación de la Santísima Virgen, de quien era enamorado devoto, le
hizo saber el arribo de los ermitaños del Carmelo a las playas de Inglaterra y
el deseo que ella abrigaba de que ingresase en esta orden tan grata a sus
maternales ojos.
Admitido entre los
solitarios del Carmelo, creció su entusiasmo por María y su celo por dilatar su
culto y hacerlo amar de los hombres. Elevado más tarde al rango de Superior
General de la Orden, suplicó durante muchos años a María que atestiguase su
predilección por sus hijos del Carmelo con alguna gracia que atrajese a su
regazo mayor número de devotos. Al fin accedió María a las instancias de su
siervo, y un día que oraba fervorosamente al pie de su venerada imagen, vio
abrirse el cielo y descender a su celda la Reina de los ángeles,
resplandeciente de luz y belleza.
Traía en sus manos un
escapulario y poniéndolo en las de Simón le dijo con amorosa sonrisa: “Recibe,
amado hijo, este escapulario para ti y para tu Orden en prenda de mi especial
benevolencia y protección. Por esta librea se han de conocer mis hijos y mis
siervos; en él te entrego una señal de predestinación y una escritura de paz y
alianza eterna, con tal que la inocencia de vida corresponda a la santidad del
hábito. El que tuviere la dicha de morir con esta especial divisa de mi amor no
padecerá el fuego eterno, y, por singular misericordia de mi Divino Hijo,
gozará de la bienaventuranza”.
Basta considerar
estas palabras para comprender que la Santísima Virgen distingue a los hijos
del Carmelo con una especial predilección entre todos los redimidos con la
sangre de su Hijo. Ella ha firmado una escritura de paz y alianza eterna; es
decir, una promesa de protección que se extiende hasta las regiones de la
eternidad, con tal de que por su parte procuren evitar el pecado, los que
visten el Escapulario.
Y como si esto no
bastase, todavía añadió una nueva promesa a favor de los carmelitas, hecha al
papa Juan XXII.
Este insigne devoto
de María y decidido protector de la Orden carmelitana fue favorecido con una
aparición de la Santísima Virgen en la que dirigió estas palabras: “Yo, que soy la Madre de
misericordia, descenderé al purgatorio el primer sábado después de la muerte de
mis cofrades los carmelitas, y libraré de sus llamas a los que estén ahí y los
conduciré al monte santo de la vida eterna.
¿Quién será el hijo
de María que, sabiendo de los insignes privilegios de que esta revestido el
santo Escapulario deje de revestir con él su pecho como con un escudo de
protección?
JACULATORIA
Fuente
de todo consuelo,
Envíame
desde el cielo
Tu
maternal protección.
ORACION
¡Oh María! la más
atribulada de las madres, permitid que nos unamos en este día a los dolores que
experimentó vuestro corazón desde el momento en que os fue anunciada la amarga
suerte de vuestro Hijo. Vos sois bella y amable desde vuestra aurora, ya sea
que llevéis en vuestros brazos a ese Divino Niño cuyas gracias os embellecen,
ya sea que seáis glorificada en el cielo entre los resplandores de la gloria;
pero más bella y más amable aparecéis a nuestros ojos, cuando os contemplamos
sumergida en un mar de angustias y pesares y cuando vemos que dolorosas
lágrimas inundan vuestros ojos. ¡Es tan dulce ara el que sufre encontrar en el
objeto de su amor y de su culto los mismos dolores y las mismas penas! Virgen
afligida, nosotros tenemos en vos una madre que ha compartido sus lágrimas con
nosotros y que ha acercado a sus labios una copa más amarga que la nuestra. Vos
habéis sido víctima del dolor, por eso sois tan misericordiosa; y como sabéis
por experiencia lo que es el sufrimiento, sabéis compadeceros de los que
sufren, ofreciéndoles vuestros consuelos. ¡Oh María! alcanzadnos de vuestro
Hijo la gracia de la resignación para soportar con santa alegría las
aflicciones, los pesares, las miserias y las desgracias de la vida, a fin de
unirnos a Vos y mezclar con los vuestros nuestros dolores y merecimientos, y
para que, llorando en vuestra compañía, podamos alcanzar también las
recompensas que están reservadas a los que padecen con verdadero espíritu de
penitencia. Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1. Rezar
siete Salves en honra de los dolores de María, pidiéndole que nos enseñe a
sufrir con fruto.
2. Hacer
un acto de mortificación de los sentidos uniéndose a los dolores de María.
3. Sufrirlo
todo de todos sin incomodarse ni quejarse.
ORACION FINAL
PARA TODOS LOS DIAS
¡Oh
María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos
a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros
corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un
nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que
confunda a los enemigos de su Iglesia y que en fin, encienda por todas partes
el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las
tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
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