P. Delooz Traducción: A. Pascual
Original: «Concilium» 149(1979)340-352
No es obvio hablar de la canonización en un conjunto de estudios dedicados a la espiritualidad, ni siquiera cuando estudios abordan el tema de la santidad. La relación entre canonización y santidad puede parecer evidente, pero conviene discutir ese tipo de evidencia.
Unas pocas páginas no dan de sí para analizar esa relación a lo largo de los dos milenios de historia de la Iglesia. SóIo es posible ofrecer una idea de algunas de las cuestiones suscitadas, lo cual no carece de interés.
I. EL CONCEPTO DE CANONIZACION EN LA HISTORIA
En primer lugar, ¿cómo definir la canonización? Es la decisión proclamada por la autoridad eclesiástica competente de otorgar a alguien un culto público obligatorio. Nótese que en esta definición no se menciona directamente la santidad. Esta va incluida en el procedimiento de naturaleza jurídica por la práctica de la autoridad de no conceder ese culto público más que a personas cuya santidad considera dentro de unos términos aceptables por ella. A partir de esta definición podemos preguntarnos quién es la autoridad competente, qué entiende por culto público obligatorio y cuáles son los términos aceptables en materia de santidad. La respuesta no es sencilla. Como hemos dicho, conviene tener en cuenta dos milenios de historia en Iglesias con situaciones muy distintas. Ejemplo: el obispo que, en un contexto cultural greco-romano, procede a la elevación de las reliquias de un mártir en una lejana aldea del Imperio efectúa sin duda una canonización, pero se adivina que no hace un acto totalmente idéntico al del papa Pío XII cuando canoniza a su predecesor Pío X. No sólo es distinta la autoridad competente, sino que también ha cambiado la idea que podemos hacernos de culto obligatorio y han evolucionado los términos aceptables en materia de santidad. Un obispo del Imperio romano difícilmente se hubiera imaginado que él pudiera no ser la autoridad competente, y que un día hubiera una diferencia entre culto público permitido y culto público obligatorio, y que se llegara a venerar a un personaje muerto apaciblemente en su cama. Una de las razones que explican tal cambio es, precisamente, que se ha modificado el significado social de la canonización. Puesto que tal es el objeto de este artículo, nos vamos a ceñir a algunos aspectos de esta cuestión, sin ignorar que podrían tratarse otros. Abordar la canonización desde el ángulo de su significado social es preguntarse para qué sirve, es decir, sobre sus funciones; funciones que, como todos saben, pueden ser manifiestas o en parte latentes, más o menos ocultas a las personas afectadas. Pero ¿quiénes son esas personas? ¿Quién sirve la canonización? Ciertamente no el mismo canonizado, pues sólo se canoniza a los muertos. Ya sobre esto habría mucho que decir, pero sigamos. Sirve, en todo caso, para afirmar la autoridad del que canoniza. A este respecto, no hace falta insistir en lo que significa el paso progresivo de la canonización hecha por el obispo a la canonización hecha por el papa. Tal transición no se realizó sin dificultades. Los obispos reunidos en el Concilio de Letrán en el 993 bajo la presidencia de Juan XV no se imaginaron que, al asociar el Papa a la canonización de Ulrico de Augsburgo, contribuían a la pérdida por su parte de un derecho milenario. Sin embargo, es lo que pasó. La codificación del derecho canónico publicada en 1234 y conocida con el nombre de Decretales de Gregorio IX reservó el derecho de canonización al papa. Sin duda los obispos apenas tomaron en consideración esta reserve. Hará falta esperar hasta Urbano VIII, en 1634, para que esta prerrogativa pontificia sea (casi) totalmente reconocida.
Repetimos que en el marco de un estudio tan breve no es posible dar una idea de las múltiples vicisitudes que aparecieron durante el largo período de canonizaciones hechas por los obispos, ni de las diversas formas de colegialidad que tuvieron ahí su expresión. Nos limitaremos a las canonizaciones hechas por el papa. Su función manifiesta fue sin duda afirmar la autoridad papal. Forman parte de la secular estrategia romana encaminada a reforzar el centro jerárquico de la Iglesia; estrategia que, como se sabe, ha tomado innumerables formas desde Gregorio VII hasta nuestros días. Sin embargo, las canonizaciones pontificias raramente se propusieron la afirmación directa y sin paliativos de la autoridad del papa, como sucedió, por ejemplo, cuando Alejandro III canonizó a Tomás Beckett en oposición al rey de Inglaterra, o cuando Benedicto XIII con los cuales le entendieron perfectamente. En general las canonizaciones pontificias se proponían, negativamente, impedir que los obispos decidieran por sí mismos quién podía ser venerado públicamente y sobre todo, en sentido positivo, controlar la piedad popular. Ya hemos aludido al primer aspecto de la cuestión. Fijémonos ahora en ese actor colectivo que es el pueblo cristiano.
Desde siempre el origen de las canonizaciones no hay que buscarlo en la autoridad, sino en el pueblo creyente. Para que alguien sea canonizado es necesario que una parte del pueblo de Dios lo perciba como santo. Esta percepción social es absolutamente determinante. Sin ella no emprenden nada las autoridades. Pero esta percepción es insuficiente. Ha de ir acompañada de una presión ejercida sobre la autoridad para asociarla a un culto espontáneo y darle así el carácter de culto público, es decir, rendido oficialmente en nombre de la Iglesia. Durante quince siglos los obispos, y posteriormente el papa, fueron impulsados por el pueblo de Dios a ratificar una iniciativa popular. La canonización era eso: la ratificación de una percepción social después de una presión social. Lo es todavía hoy, pero con una diferencia notable, ya que desde Urbano VIII el culto que debía estar asegurado antes de la canonización no se permite más que después y, en consecuencia, lo que era requisito (un culto previo) queda prohibido (es motivo para negar la canonización). No hace falta volver a insistir sobre el progreso del intervencionismo pontificio en la materia. Desde el siglo XVII l autoridad ya no se contenta con autentificar una percepción popular que se manifestaba en un culto; pone como condición para el ejercicio del culto una decisión suya explícita, sin permitir que se la prevenga o se la presuma.
II. CRITERIOS DE SANTIDAD
Por más de una razón es interesante este control de la piedad popular. Detengámonos en los criterios jurídicos que se han perfilado progresivamente para asegurarse de la santidad de un personaje señalado por una percepción y una presión social.
a) El criterio más antiguo y más tradicional es el martirio. La muerte por Cristo bajo los golpes de los perseguidores se encuentra en el origen de ese culto particular de los muertos de que fueron objeto los mártires. Este criterio no es tan simple como parece, pues hay que determinar qué es un verdadero martirio y qué no lo es. Un hereje, por ejemplo, no puede morir por Cristo. En el siglo XVIII un hombre tan sabio como el papa Benedicto XIV pensaba que ese seudo-martirio era el signo del poder del demonio sobre el corazón del hombre. Verdadero mártir es aquel da su vida no solamente por Cristo, sino también por su Iglesia auténtica, o al menos en el marco de esta Iglesia. La mirada de la autoridad distingue aquí incluso quién puede ser venerado como santo sin peligro para ella. Por otra parte, la determinación lo que es o no es un contexto religioso apropiado para asegurar martirio depende también de la manera cómo entiende las cosas la autoridad eclesiástica del momento. Muy generalmente la muerte que constituye el martirio se produce también por motivos políticos. Discernir la preponderancia de lo religioso sobre lo político es en adelante una prerrogativa de la autoridad pontificia. Sobre este punto parece claro que las situaciones cambiantes han originado cambios en las decisiones. ¿Se canonizaría hoy a Pedro Arbués, un inquisidor muerto por los partidarios de sus víctimas? En China mataron a cientos de extranjeros y de cristianos en las operaciones de xenofobia llevadas a cabo por los boxers. ¿Quién de ellos es mártir? Ciertamente los protestantes no, pero ¿y los católicos? María Goretti, muerta por un joven cuyas insinuaciones amorosas rechazaba, ¿es una mártir? Pío XII, que quería reforzar así una enseñanza moral, dirá que sí. Se es siempre mártir para quien te perciba como tal; pero es preciso controlar esta percepción, porque la piedad popular podría estar mal inspirada.
b) El martirio, sin que llegara a desaparecer, fue sustituido por otro criterio de selección: la heroicidad de las virtudes. Concepto evidentemente relativo, que no podía dejarse al juicio exclusivo del pueblo cristiano. Todo depende de lo que la autoridad eclesiástica en un momento dado quiera considerar como virtuoso en un grado que supere la medida común. Esta apreciación, aún dirigida por una jurisprudencia, da lugar inevitablemente a utilizaciones -pastorales u otras-, a usos sociales cuyos jueces únicos siguen siendo, en definitiva, los que tienen la autoridad. A propósito de esto puede recordarse la noción de modelo. Esta, en realidad, aparece poco explícitamente. El catecismo de Pedro Canisio, por ejemplo, acorde con toda la tradición, considera que el santo es sobre todo un intercesor ante Dios. Sólo incidentalmente se señala que podría ser imitado. Imitación, por otra parte, distinta de la que encubre la noción moderna de modelo. El santo es imitable porque permite a Dios actuar. Las acta sanctorum son gesta Dei per sanctos. Volveremos sobre esta cuestión.
c) Otro criterio que aparece con claridad desde el siglo XVII en el proceso de canonización es la ortodoxia de los escritos, ámbito en el cual, como es fácil deducir, la autoridad se ejerce soberanamente. Sin embargo, esta ortodoxia es siempre relativa, ya que depende de las convicciones del que decide. Así, Sixto V puso en el Indice a Roberto Belarmino, a quien después Pío XI canonizó y proclamó doctor de la Iglesia. Entre las dos decisiones los escritos reprobados llegaron a ser recomendables porque la doctrina pontifica había cambiado.
d) El último criterio mantenido, el milagro, debería ser objeto de un estudio detallado que aquí no es posible siquiera esbozar. Digamos, sin embargo, que durante mucho tiempo se le consideró determinante y que tiende a perder importancia, hasta el punto de haber desaparecido en ciertos casos. Así, Juan XXIII canonizó a Gregorio Barbarigo sin milagros. Esto es un gran cambio con respecto a la Edad Media. En esta época ser santo era hacer milagros en abundancia. También los milagros eran gesta Dei per sanctos. Sin embargo, el poder pontificio se reservaba el juzgar esos milagros. Se había visto a rebeldes como Simón de Montfort hacerlos por decenas y todo el mundo sabe que el demonio los puede hacer para engañar al género humano. En consecuencia, el milagro está sometido también al control de la jerarquía pontificia. Fruto de la piedad popular, de la oración confiada de los inferiores, lo controlan los superiores. La experiencia muestra que estos superiores se vuelven cada vez más estrictos en la materia. ¿Es ésta la razón de que los inferiores los consigan cada vez menos? Hubo un tiempo en que se presentaban decenas y hasta centenares de milagros para una canonización. Hoy cuesta trabajo presentar los dos exigidos. Así, cuando se quiso canonizar Juan Ogilvio, Roma comunicó que se contentaría con uno solo. Hay, como se ve, una especie de negociación entre la curia romana y los postuladores sobre el número de milagros necesarios. Es lo que sucede normalmente cuando se trata de canonizaciones en grupo. Los cuarenta mártires ingleses fueron canonizados en razón dos milagros atribuidos al grupo. También por este camino recto aparece el control del poder central. Es de notar además que ha cambiado la naturaleza de los milagros. Su diversidad se ha reducido a curaciones inexplicables por la ciencia médica. Se llama a algunos médicos para que den su parecer, pero sólo decide la autoridad pontificia. Sin embargo, el papa no hace santos según su capricho, aunque está provisto de criterios que dependen en este punto de su poder discrecional. Antes de tomar iniciativas espera, como dijimos, una percepción y presión de la base.
III. PROCESO DE CANONIZACION Y MODELOS DE SANTIDAD
También en este campo se podrían resaltar bastantes aspectos interesantes. Nos limitaremos a indicar que el poder pontificio concreto a quien hay que persuadir no es el papa, sino el organismo de la curia responsable de las canonizaciones: durante siglos fue la Congregación de Ritos, desde 1969 es la Congregación para las Causas de los Santos. No se trata de un detalle. Entre el caso ya mencionado de Juan XV, que aprueba el culto dado a un santo después de escuchar en el concilio el relato de su vida, y el procedimiento sumamente formalista dirigido por una burocracia permanente hay un mundo de diferencias que aparece, entre otras ocasiones, cuando se observa el papel de la base. Durante más de mil años era directamente determinante. El pueblo cristiano veneraba una tumba y alcanzaba milagros. La autoridad eclesiástica no intervenía más que para evitar o reprimir abusos y para hacerse cargo de lo ya adquirido. Al burocratizar la canonización -incluso sin dar a esta expresión un sentido peyorativo- se reduce fuertemente el carácter popular de la selección de los santos. En adelante funcionarios especializados se encargan de verificar al detalle los elementos aportados por la percepción de la base. Esos elementos se someterán a reglas necesariamente impersonales y se confrontarán con criterios jurídicos. Lo que este procedimiento gana en seriedad, lo pierde al menos en agilidad, en rapidez, en economía, hasta el punto de que desde hace siglos no es imaginable una canonización sin la ayuda de un grupo de presión que disponga de especialistas, de tiempo y de fondos adecuados. La experiencia ha revelado que el grupo de presión ideal es la congregación religiosa, la cual puede permitirse movilizar los servicios de un buen postulador, correr el riesgo de una perseverancia que a veces se prolonga más de un siglo y recoger las sumas necesarias para sufragar directa e indirectamente un proceso minucioso. Es casi imposible que un laico pueda satisfacer estas condiciones, a no ser que encuentre una congregación religiosa que tenga interés en hacerse cargo. Tal fue, por ejemplo, el caso de los mártires de Uganda, que habían hecho célebre una misión de los padres blancos. Se comprende sin esfuerzo que, por el contrario, un fundador o una fundadora de congregación religiosa que reúna las condiciones ideales de promoción tenga especiales posibilidades de triunfar.
Esta extrema dificultad de canonizar a un laico por las vías burocráticas ha de influir necesariamente en la percepción misma de la santidad. Las listas de espera publicadas por la Congregación competente lo atestigua: los clérigos y en particular los fundadores y fundadoras constituyen una mayoría aplastante, incluso antes de la investigación burocrática de las causas. Utilizando categorías actuales, podemos afirmar que se da aquí un fenómeno típicamente ideológico en la medida en que la autoridad es capaz de dirigir la atención de los fieles en el sentido que asegura no solo la integración social como ella la concibe, sino también su propia legitimación. No se canoniza a cualquier siervo de Dios, sino aquel cuya aceptabilidad ha sido establecida de antemano por la autoridad romana, hasta el punto de impedir si fuera posible toda percepción no conforme. Esto no tiene nada de extraño; toda autoridad establecida actúa así irremediablemente. Sin embargo, el dominio de la autoridad sobre la percepción social no es total, como dijimos. Hay cambios en la estructura social de la Iglesia que con toda seguridad modifican la percepción de los fieles y también, por retroacción, la práctica y la doctrina de la autoridad. Vamos a ofrecer algunos ejemplos.
Durante casi diez siglos fue tradición pontificia canonizar lo más frecuentemente hombres y raramente mujeres. Entre los siglos X y XIX Roma canonizó un 87 por 100 de hombres y un 13 por 100 de mujeres. Aquí se revela un modelo masculino ampliamente predominante, que corresponde fielmente a la tradicional inferioridad de la mujer en la Iglesia. Sin que el procedimiento se haya modificado para favorecer a las mujeres, en el siglo XX la proporción pasa a 76 por 100 de hombres y 24 por 100 de mujeres. Se ha producido, pues, un cambio en la percepción y la presión social, lo cual hace pensar que las mujeres, sin llegar a la igualdad, han adquirido más importancia en la Iglesia. Así, a cambios en la estructura social corresponden cambios en la percepción social no provocados por los que tienen la autoridad. El mismo fenómeno se ha producido respecto a las beatificaciones, paso previo a la canonización desde el siglo XVII.
Un cambio en la estructura social ha modificado igualmente, aunque en menor escala, la percepción social de la santidad en otro campo: el de la relación clero-laicado.
Es evidente que la Iglesia católica, durante el período que estudiamos, ha estado dominada por los clérigos (aplicado aquí el término, en sentido amplio, a todo aquel que no es considerado como laico). La práctica de las canonizaciones esclarece esta evidencia. Ya hemos dicho que el procedimiento favorece a los clérigos de todo tipo, que pueden disponer del grupo de presión necesario para llevar adelante su causa. Sin que este procedimiento haya cambiado, se observa ahora una proporción ligeramente mayor de laicos entre los santos, porque grupos eclesiásticos de presión se hacen cargo de su causa. De hecho, la mayor parte de esos laicos son mártires promovidos en grupo gracias a la acción perseverante de congregaciones misiones que, legítimamente, desean ver la gloria de los padres ensalzada por la gloria de sus hijos e hijas.
No es fácil de percibir la escasez de laicos casados. Es una categoría casi ausente. Hay personas casadas entre los laicos beatificados gracias a las congregaciones misioneras, pero pocos y -detalle significativo- en los procesos a veces no aparece su condición de casadas. Para muchos no se puede mencionar. Entre los santos canonizados hay algunos laicos casados, como Tomás Moro que incluso se casó dos veces, pero su condición de casado es completamente accidental. No hay apenas más que un caso en todo el espectro en el que hubo de tenerse en cuenta el matrimonio, aunque por el camino indirecto de la maternidad: el caso de Ana María Taigi, que tuvo la suerte de ser terciaria trinitaria y a quien las trinitarias lograron beatificar. Incluso hoy da la impresión de que la percepción de la santidad apenas preste atención a las virtudes conyugales. El celibato, consagrado o no, es con mucho el salvoconducto más común de las canonizaciones.
Lo anterior nos lleva a detenernos un momento todavía en la noción de modelo. Habría que tener mucho cuidado antes de afirmar que el santo canonizado es un modelo. ¿En qué sentido lo seria? Tal como es el procedimiento, el vedetismo del celibato siglo tras siglo -el último laico beatificado por Pablo VI, G. Moscati, era célibe- se explica perfectamente por la extrema dificultad para disponer de un grupo de presión apto para promover otras personas no célibes; esta misma dificultad es significativa. El poder pontificio no pretende proponer como modelo la vida cristiana del laico que vive la condición común conyugal y familiar. Si esto crea problemas hoy, es sin duda porque ha cambiado la idea que nuestros contemporáneos se hacen de la santidad. Pero habrá que asegurarse de que esto crea problemas; no es tan seguro. Las listas de espera de las que hemos hablado, publicadas por la Congregación para las causas de los santos bajo el título Index ac status causarum Beatificationis Servorum Dei et Canonizationis Beatorum (la última edición data de 1975), muestran en todo caso que las canonizaciones futuras serán del mismo tipo que las del pasado. La mayor parte de los que esperan la glorificación oficial son célibes. ¿Sucedería esto si hubiera cambiado fundamentalmente la percepción social? Tal como se desarrolla actualmente el proceso, un cambio en la percepción y en la presión social no podrían manifestarse más que consiguiendo de la burocracia competente cambiar el orden de los dossiers, acelerando así el procedimiento en favor de los laicos y de laicos casados. El futuro dirá si esto sucede. Los deseos en este sentido expresados por el cardenal Suenens en el último Concilio no han tenido eco. No es mala voluntad por parte de los funcionarios de turno. Ellos sólo dan prioridad a un dossier sobre otro si hay una presión aceptable para hacerlo. El postulador no sólo debe ser hábil y experimentado; debe, sobre todo, proporcionar constantemente las informaciones pedidas, responder de forma concluyente a las objeciones formuladas, presentar milagros que resistan la crítica de la medicina, probar que abunda esa lama sanctitatis a la que nos hemos referido en varias ocasiones hablando de la percepción y de la presión social.
Como se ve, el postulador solamente puede responder a estas exigencias burocráticas si una parte del pueblo de Dios se compromete en este sentido movilizando la atención, el interés y el dinero indispensables. Eso no excluye que altos dignatarios eclesiásticos, y en particular el papa, puedan sugerir estudiar un dossier antes que otro, como ha sucedido. Pero eso no cambia apenas la fisonomía del conjunto. El que un papa como Clemente X, para complacer a sus antiguos diocesanos de Camerino, canonizara a su héroe (epónimo) Venancio, dejando a los historiadores futuros el trabajo de investigar quién era ése, es un hecho excepcional. Sin embargo, ciertas causas que responden más a preocupaciones pastorales o políticas del momento pueden llamar la atención de la autoridad y beneficiarse de una prioridad considerada entonces normal. Así, canonizar africanos ha podido ser un gesto apropiado para disipar la sospecha de racismo. Incluso se pueden hacer pronósticos. Entre los dossiers está, por ejemplo, el de Juana Molla Beretta, madre de familia, muerta siete días después del nacimiento de su cuarto hijo, al parecer por haber rechazado el aborto cuando probablemente estaba todavía a tiempo de salvar su vida. Como tenía un hermano capuchino, los capuchinos se han encargado de promover su causa aportando así el grupo de presión indispensable. Se puede conjeturar que un papa se interese por esta causa en el contexto de una política reprobatoria del aborto. Es de suponer sin embargo que la curia verificará cuidadosamente las cosas sin renunciar, suponemos, a lo que es competencia suya y que al final, si la percepción y la Presión base no acompañan, la causa podría caer en el silencio (por utilizar el estilo de la curia).
En consecuencia, la canonización se presenta como un acto situado en la confluencia de dos poderes, el que emana del pueblo de Dios y el que ejercen las diversas autoridades. El predominio del segundo sobre el primero es indiscutible, tanto más cuanto que el segundo, como ya indicamos, tiene la posibilidad de dirigir en gran medida las decisiones del primero, especialmente mediante su acción de tipo ideológico sobre la fantasía colectiva. Queda por saber si el centro se vera obligado a conceder más autonomía en la materia a las instancias periféricas, siguiendo la linea del Vaticano II; pero harían falta razones poderosas para llevarlo a desprenderse de una prerrogativa que le ha costado siglos asegurarse. Haría falta otro modelo de poder. Si ese otro modelo de poder apareciera, aparecería sin duda también otro modelo de santo.
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