Hace unas semanas se encontró una carta inédita de Albert Einstein dirigida en 1954 al filósofo alemán Eric Gutkind. En su misiva, el célebre físico alemán consideraba la Biblia como una narración infantil, y Dios, un producto de la debilidad de los hombres. No es mi intención discutir las afirmaciones contenidas en esta carta. Dejo a otros la tarea de analizarla y comentarla a la luz de los demás escritos de Einstein para ver en qué medida sus palabras deben ser consideradas como definitivas.
Sí me parece más provechoso proponer algunas reflexiones sobre el origen de la religión en la vida del hombre, pues creo que es más interesante volver sobre esta cuestión que preguntarse sobre las creencias o convicciones de un científico que, por muy célebre y competente que sea en ámbito científico, en materia religiosa, tiene tanta autoridad como cualquier otro hombre.
En un artículo aparecido en el diario español «El País» del 20 de mayo de 2008, Mónica Salomone se pregunta, a propósito de la carta de Einstein, sobre el origen de la religión y de la idea de Dios. Si Dios existe o no, no es una cuestión científica, afirma. Desde el punto de vista estadístico el número de personas que creen en la existencia de Dios está muy por encima de sus detractores, pero la existencia de Dios no es una cuestión de estadísticas. Lo que la ciencia sí puede esclarecer —según ella— es el origen de la religión en la conciencia del hombre. Para ello acude a diversos científicos de renombre procurando sacar algo en limpio. La religión, lo mismo que la cultura y la biología, es producto de la selección natural. Lo que significa que la religión —o la capacidad para desarrollarla—, lo mismo que el habla, por ejemplo, sería un carácter que da una ventaja a la especie humana, y por eso ha sido favorecido por la evolución. Así piensa E. Carbonell, uno de los profesores entrevistados en el artículo.
Esta tesis es interesante, pero, a mi modo de ver, carece de profundidad, en cuanto que reduce la religión a una mera cuestión de evolución biológica. Es verdad que la evolución ha influido, pero la evolución, como mucho, me explicará el cómo —precisamente la dimensión de la religión, en cuanto fenómeno humano que depende de la biología—, pero no el por qué último de la religión. Más insatisfactoria aún me parece la respuesta de Carbonell cuando comienza, según él, a «hacer filosofía». La religión vendría a tapar el hueco ante las preguntas sin respuesta empírica que le surgen al hombre como fruto de su interacción con el medio ambiente en su proceso evolutivo.
«Hagamos, pues, filosofía».
Hace un par de años conversaba con el profesor Fernando Pascual, catedrático de historia de la filosofía antigua en una universidad italiana y experto en la filosofía de Platón. A fin de cuentas —le preguntaba— ¿cuál sería el argumento filosófico más fuerte para demostrar la espiritualidad del alma? La reditio completa, me respondió sin ambages. La reditio completa, o autorreflexión, es la capacidad que tiene la inteligencia humana de volver sobre su propio acto para conocerlo, o mejor, para reconocerlo. Todos los demás sentidos, que dependen de un órgano material (el ojo, las papilas gustativas, el oído, etc.), son incapaces de volver sobre su propio acto. El ojo ve, pero el ojo no puede ver su acto de ver, no puede ver que ve. La misma cosa ocurre con los demás sentidos que dependen de un órgano sensible. Cuando el ojo «se mira» al espejo, no está mirando su acto de ver, sino su reflejo en el cristal. Por el contrario, el entendimiento no depende de un órgano material, no sólo conoce, sino que conoce que conoce: vuelve sobre su acto y se «da cuenta» de que lo está realizando. El cerebro no es el órgano del entendimiento. Como mucho el cerebro presenta al entendimiento los objetos sobre los que pensará, y si él está dañado, el entendimiento no podrá «conocer» porque le faltará la «conexión» con la sensibilidad. Pero el entendimiento, precisamente porque puede volver sobre sí mismo, puede pensarse diverso y separado del cerebro, en cuanto órgano material.
Esta capacidad cognoscitiva es propia del hombre. Los animales saben, aprenden, tienen habilidades, pero no saben que saben, no saben que aprenden y no saben que tienen las habilidades que tienen. El hombre, por el contrario, no sólo percibe objetos, sino que además se conoce a sí mismo en el acto mismo de conocer, de percibir. Se conoce como cognoscente, como «sentiente». Esto es la reditio completa, la autorreflexión. Por esta capacidad única del hombre, sabemos que su acto de conocer es un acto de un ser espiritual, porque no está sometido al espacio material y por lo tanto puede «volver» (de aquí reditio) completamente sobre su acto.
Apliquemos esta doctrina a la religión. De acuerdo con Mircea Eliade, uno de los más grandes estudiosos de la historia comparada de las religiones —ni qué decir tiene que sus afirmaciones tendrán en línea de principio más peso que las de Einstein—, la religión surge allí en donde se percibe una cierta trascendencia. La religión no surge sólo, ni exclusivamente, como fruto de la ignorancia, ante la incapacidad de dar respuestas empíricas ante los interrogantes de la vida. Esto es sólo un aspecto. Cuanto menos surgirá —al modo freudiano— como fruto de una neurosis causada por el complejo de Edipo. La religión, la dimensión religiosa, brota de la dimensión más elevada del hombre, de su inteligencia abierta a la trascendencia.
¿Qué significa que la religión surge allí donde el hombre percibe una cierta trascendencia? Significa precisamente lo que hemos estado diciendo: que el hombre entra en la dimensión religiosa con el mismo acto con que entra dentro de sí, con la autorreflexión. Cuando un coyote aúlla a la luna, éste no realiza un acto religioso. Como decíamos, el animal no reflexiona. El coyote realiza este acto movido por el instinto, habiéndolo aprendido antes de otros seres de su especie. Aúlla a la luna, pero no sabe que lo está haciendo, y, por lo tanto, es incapaz de preguntarse por qué lo está haciendo. Aúlla y basta.
El hombre que contempla la luna —dejamos de lado, por ahora, el valor religioso universal de este acto— se encuentra en una situación radicalmente diversa a la del coyote. Él contempla la luna y, mientras la contempla, percibe, primero casi intuitivamente, que efectivamente la está contemplando. Contempla la luna y, en el mismo acto, se descubre a sí mismo como el sujeto de sus actos, como un «yo» diverso de lo que le rodea. Se da cuenta de que es él quien contempla, y, de la luna, pasa a contemplar sus pensamientos, a vivenciar sus sentimientos, a disfrutar de la brisa fresca de la medianoche, etc. Pasa del exterior a su mundo interior. Se descubre a sí mismo como ser espiritual, como una persona que puede decir «yo»; en definitiva, como un ser trascendente. En síntesis, según la expresión de sabor agustiniano: de las cosas exteriores, a interior, y de las profundidades del interior se eleva a las realidades superiores, trascendentes.
En este instante surge la religión. Luego vendrán las preguntas sin respuesta: ¿qué hago aquí? ¿Por qué existo? ¿Cuál es el fin de mi vida? ¿Qué sentido tiene la vida, la muerte, el sufrimiento, el amor? ¿Hay Alguien detrás del firmamento? ¿Hay Algo (con mayúscula) que no muera, que no sufra, que sea inmutable en su felicidad? etc.
Dios es algo muy distinto de «una expresión de la debilidad humana», como afirma Einstein. Si la gran mayoría de los seres humanos son religiosos, no es precisamente porque sean estúpidos e ignorantes, sino porque desde siempre creer en Dios se les ha hecho la cosa más normal del mundo, más en consonancia con su vida, independientemente de la situación existencial —de sufrimiento o de serenidad— en la que se encuentren. Cuando Einstein escribe que la Biblia es una colección de respetables, aunque primitivas leyendas infantiles, demuestra una grande ignorancia de lo que es y ha sido la Biblia para el pueblo hebreo, al que él se sentía —como afirmaba en su carta— orgulloso de pertenecer. Bastaría darse la molestia de abrir cualquier manual de Teología fundamental para advertir de que si hay algo claro en la Sagrada Escritura, sobre todo en los primeros capítulos del Génesis, es la crítica de los mitos cananeos y la reducción de las potencias naturales —el sol y la luna, adoradas como divinidades— a simples criaturas sometidas al poder del Creador. El lenguaje y las imágenes serán condicionadas por el contexto histórico cultural del pasado, pero el mensaje que trasmiten, es siempre válido. Por otro lado el monoteísmo bíblico es una conquista única en la historia de las religiones. Desconocer esto es como mínimo ignorancia. Al grande Einstein, al que se le reconocerá perpetuamente por sus aportaciones científicas, se le pide, como se le pide a cualquier científico de nuestros días, la seriedad necesaria para no hablar de cosas que desconocen. Y por ciertas afirmaciones que se encuentran en los periódicos, de respetables científicos, está ignorancia se mezcla en más de una ocasión con la mala fe.
Aceptar o no el contenido que la Biblia propone implica un acto de fe. Adherirse a ella es una cuestión de convicción en la libertad. La dimensión religiosa y la existencia de Dios son otras cuestiones bien diversas. Puedo libremente adherirme al Dios que me propone la Biblia. Nadie me puede obligar a creer que la Biblia es un libro inspirado por Dios. Lo que no puedo hacer —es ésta una exigencia de la razón— es considerar mito infantil lo que es, lo hemos demostrado, fruto del ejercicio más elevado del entendimiento humano: su capacidad de reflexión, de volver sobre sí mismo para descubrir que todo lo que nos rodea, por su belleza y por su contingencia, por su grandeza y por su caducidad, es una invitación a elevarse, a trascender, a entrar en la esfera de la espiritualidad, a tocar y descubrir la presencia y la acción de Dios. Será tal vez el Dios de los recuerdos infantiles (que no por ser infantiles son menos reales), pero también será el Dios matemático que rige el curso de los astros y el Dios que habla en la conciencia. Es finalmente el único Dios personal que ama y entra en diálogo con el hombre.
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