Hacia el siglo XV, la expansión del Imperio Otomano parecía indetenible. Las causas son varias. En principio, hay que mencionar la caída de Constantinopla en 1453 y las diferencias teológicas entre las Iglesias Oriental (Bizantina) y Occidental (Romana). Después, y cien años más tarde, la aparición de la Reforma, la cual escindió a los cristianos en 2 campos religiosos inconciliables (cristianos y protestantes). Sin embargo, ninguno tan determinante como el enorme y egoísta florecimiento comercial de algunos estados y países (Venecia y España), los cuales permitieron el auge sagaz y vertiginoso de un Imperio que para entonces, se extendía desde Algeria por el Oeste, Austria y Ucrania por el Norte, Irán y Persia por el Oeste, y el Cuerno de África por el Sur. Pero no fue hasta el siglo XVI, cuando el fenómeno turco mereció a Occidente las mayores atenciones.
Los turcos, gobernados por el Sultán Selim II (1524 –1574), advirtiendo las debilidades de los países cristianos, habían iniciado una serie de acercamientos con algunos de ellos, en especial con Venecia, cuyo poder comercial y ubicación estratégica en Italia les atraía sobremanera. Cegados por su hegemonía mercantil, los venecianos advirtieron, bastante tarde ya, que la colisión con la creciente energía otomana sería inevitable. Siendo un Estado muy pequeño, debieron ver con auténtico estupor cómo en 1570, los turcos inician un nuevo grupo de asaltos a varios puertos mediterráneos de Europa Oriental, en especial Chipre, cuyo puerto principal, Nicosia, fue atacado con 300 naves al mando de Alí Bajá (señor de Argel y gran marino).
Este suceso obliga a Venecia a pedir ayuda desesperadamente. Pero el resto de países, ocupados en sus largos problemas internos, hacen caso omiso al llamado. Sólo el papa Pío V (1504 –1572), que comparte con ellos la preocupación por el avance musulmán, les responde; empero, el Vaticano no dispone de tropas militares suficientes, de modo que el mismo Pontífice inicia conversaciones con Felipe II Habsburgo, rey de España, quien acepta prestar su ayuda pues entiende que de caer Venecia, sus posesiones italianas y norteafricanas correrían serio peligro. La tarea de unión de las fuerzas combinadas es ardua, pero las armadas de Venecia, la Orden de Malta, los Estados Pontífices y España, logran reunir un total de 200 galeras, 100 naves, 50.000 infantes y 4.500 jinetes.
La Liga Santa
No obstante, los diferentes puntos de vista entre uno y otro generarían una larga serie de desencuentros. Tan pronto como la planificación de la ofensiva comenzó, surgieron los intereses particulares. Venecia pretendía formar rápidamente una expedición para recuperar Chipre (puerto comercial de su propiedad), mientras que Felipe II de España deseaba una alianza a largo plazo que dominara el Mediterráneo para realizar expediciones contra los corsarios de Argel, Túnez y Trípoli. Pío V, tratando de mediar entre tan distintos apetitos, logró que ambas partes se pongan de acuerdo (Duración ilimitada del mismo, la ofensiva servirá para cumplir los fines de España y Venecia, los gastos se repartirán entre todos, y ninguna de las partes podrá tomar decisiones por sí sola). En febrero de 1571, finalmente, se firman los Pactos por el cual pasarían a llamarse en adelante, La Liga Santa. Esta unión, cuyo mando militar (porque el general se le daría al Papa) se otorgaría a Don Juan de Austria (1545 - 1578), hermano bastardo del rey Felipe II, quien escogería el puerto de Mesina (Sicilia, Italia) como punto de reunión de las escuadras.
Mientras tanto, los turcos, con una flota estimada en 250 barcos y 80,000 hombres, ya se habían adueñado de toda la isla de Chipre con la caída de Nicosia y en especial, la de Famagusta (4 de agosto de 1571). Alí Baiá, comandante de las fuerzas turcas, ambicionaba algo más grande que sólo capturar los puertos del mediterráneo y la isla de Chipre. Tenía en mente en realidad, conquistar la tierra firme de Europa, resuelto sobre todo por la fuerza naval otomana, en aquellos tiempos, las más fuerte del mundo. Para iniciar la ofensiva, había mandado reunir la totalidad de su flota en el golfo de Lepanto, frente a la ciudad de Naupacto (mal llamada Lepanto), situado entre el Peloponeso y Epiro, en la Grecia continental. Las fuerzas turcas reunieron un total de 210 galeras, 63 galeotas y 92.000 combatientes, de los cuales 34.000 eran soldados, 13.000 tripulaciones y 45.000 galeotes
El gran señor Selim II, Sultán del Imperio Otomano, ordenó a su comandante Alí salir a la mar en busca de los cristianos y combatirlos donde los encontrara. Poco antes del amanecer del 7 de Octubre, la Liga Cristiana encontró a la flota turca anclada en el puerto de Lepanto. Al ver los turcos a los cristianos, fortalecieron sus tropas y salieron en orden de batalla. La línea de combate era de 2 kilómetros y medio. A la armada cristiana se le dificultaban los movimientos por las rocas y escollos que destacan de la costa y un viento fuerte que le era contrario parecía desmoralizarlos. La escuadra turca, mucho más numerosa, pese a su tamaño tenía facilidad de movimiento en el ancho golfo y el viento la favorecía grandemente. Estando ambas fuerzas frente a frente, la lucha era inevitable. Aquí inicia la conflagración.
Inicia la batalla…
Juan de Austria, comandante de la Liga Santa, dio la señal de batalla enarbolando la bandera enviada por el Papa con la imagen de Cristo crucificado y se santiguó. Los generales cristianos, envalentonados por el furor, animaron a sus soldados y dieron la señal para rezar. Los turcos, casi instantáneamente, se lanzaron sobre los cristianos con gran rapidez. Pero el viento, que los favorecía hasta algunos momentos, se calmó justo al comenzar la batalla. Esto fue enormemente perjudicial para los turcos. Iniciada la batalla, el humo y el fuego de la artillería cristiana se iba sobre el enemigo, casi cegándolos y agotándolos. Los cristianos, viendo servida la oportunidad, se lanzaron a la ofensiva.
La batalla fue terrible y sangrienta. Aunque los turcos tenían más hombres y más naves que los cristianos, las galeotas no podían oponerse a las galeras, pues estas eran más rápidas y potentes. Además, los cristianos usaban arcabuces, mientras que los turcos preferían las flechas, pues consideraban que en el tiempo de cargar un arcabuz, un arquero podía disparar treinta flechas. Pero de inmediato se vieron las diferencias: ni los daños, ni el alcance, ni la puntería eran comparables. En el fragor de la batalla, las galeras de Colonna, Veniero, y las del Duque de Parma y Urbino, se ponen al costado de las de Juan de Austria, con lo que se forma una fila de galeras cristianas y turcas en las que se lucha cuerpo a cuerpo. Álvaro de Bazán, con sus naves de socorro, interviene impidiendo que otras galeras turcas puedan unirse a esa fila de lucha y envía 200 hombres de apoyo a la galera de Juan de Austria. El estruendo y empuje de los refuerzos son sentidos en seguida. Cae rendida la galera capitana turca (donde estaba Alí) y los cristianos se apoderan de su estandarte. Luís Cabrera de Córdova, historiador del siglo de Oro español, nos cuenta de la batalla:
Jamás se vio batalla más confusa; luchas de galeras una por una y dos o tres, como les tocaba...El aspecto era terrible por los gritos de los turcos, por los tiros, fuego, humo; por los lamentos de los que morían. El mar envuelto en sangre, sepulcro de muchísimos cuerpos que movían las ondas, alteradas y espumeantes de los encuentros de las galeras y horribles golpes de artillería, de las picas, armas enastadas, espadas, fuegos, espesa nube de saeta... Espantosa era la confusión, el temor, la esperanza, el furor, la porfía, tesón, coraje, rabia, furia; el lastimoso morir de los amigos, animar, herir, prender, quemar, echar al agua las cabezas, brazos, piernas, cuerpos, hombres miserables, parte sin ánima, parte que exhalaban el espíritu, parte gravemente heridos, rematándolos con tiros los cristianos.
La lucha duraba ya una hora y media. Los marinos cristianos (entre los que se encontraba Miguel de Cervantes Saavedra, la figura más notable de la literatura española) se imponen a los turcos y el abordaje a todas las embarcaciones turcas es casi imparable. Cientos de cuerpos caen al mar. La lucha alcanza su clímax. La ventaja, ante la estupefacción de los hasta entonces, invencibles turcos, empezó a ser mucho más clara para los cristianos. El centro de la flota turca, abatido a golpe de cañon, queda deshecho, al igual que antes su flanco derecho. Alí Baja, pese a su valor, fue abatido por 7 disparos de arcabuz y un soldado de los Tercios, Andrés Becerra, descolgó el estandarte otomano y un galeote cortó la cabeza de Alí ofreciéndosela a Juan de Austria. Éste la despreció con gesto de asco y ordenó que la arrojase al mar. Con este gesto simbólico, la batalla había finalizado. El poderío turco destruido y el prestigio naval español, cimentado al infinito.
En la batalla de Lepanto murieron unos 30,000 turcos; 5,000 fueron tomados prisioneros, entre ellos oficiales de alto rango. Además, 15,000 esclavos fueron encontrados encadenados en las galeras y fueron liberados. Entre ambos bandos se perdieron más de 200 barcos y galeones. Se celebró un Consejo y prevaleció el parecer de dar por terminada la campaña de aquel año. Pío V y el Dux de Venecia reconocieron que la victoria se debió principalmente a España y a Don Juan de Austria. Aunque Lepanto aparentemente fue una victoria total para los miembros de la Liga Santa, el carácter definitivo de la victoria cristiana ha sido discutido por muchos historiadores.
Aplazamientos, desconfianzas entre los aliados y la muerte del papa San Pío V provocaron la malversación del triunfo de Lepanto. Felipe II, rey de España, se sentía temeroso de un nuevo afianzamiento de la alianza franco-turca; los venecianos se hallaban dispuestos, al cabo de cierto tiempo, a hacer una paz separada, y si no hubiese sido por el entusiasmo de Don Juan de Austria, la Liga se habría deshecho... Pero las desconfianzas de Felipe -sus celos- hacia Don Juan de Austria, sus lentitudes características, dieron por resultado, al cabo de pocos meses, la caída de Túnez y la Goleta en poder de los turcos (1574). Así quedaba desvanecida la gloria de Lepanto, pero nunca la gloria infinita de haber vencido a una armada que parecía invencible.
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