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LA BEATA MARÍA DE LA ENCARNACIÓN
La Beata María de la encarnación, puede servir de admirable modelo a las solteras, a las casadas, a las religiosas. Siempre se conformó con la voluntad divina, y en todos sus estados la satisfacción de la santa llegaba a su plenitud, cuando la conciencia anunciábale que su deber no había sufrido la menor sombra de detrimento.
Ya la miréis entre los esplendores de la elevada sociedad a que pertenecía por la alcurnia y posición de sus padres; ya en el hogar que fundó con el virtuoso caballero, vizconde de Villemor; ya en el claustro carmelitano donde exhaló su postrimer suspiro, siempre encontraréis en ella el ejemplar vivísimo de todas aquellas virtudes exigidas por su deber.
En su primer juventud, Bárbara Avrillot, -que así se llamaba en el mundo la Beata María de la Encarnación- llevada de su gran amor a Jesucristo, quiere ingresar en una orden religiosa; pero su madre, Luisa Lhuillier, se opone a tan santos deseos; y Bárbara, toda humilde, toda resignada, toda paciente, creyendo que por aquella negativa la habla Dios, exclama: “Mis pecados me hacen indigna del título glorioso de esposa de Jesucristo, es preciso que me contente con ser su sierva en un estado inferior…”
Y se queda en el mundo, y en el mundo realiza los designios que acerca de ella había formado la Divinidad. Porque la hija ilustre de Nicolás Avrillot, elevado funcionario de la Cámara de París, y de María Lhuillier, fue con su ejemplarísima conducta, la gran censuradora de las deplorables costumbres que gangrenaban el corazón de la sociedad francesa a mediados del siglo XVI.
(CONTINUARÁ… Pag. 371)
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